Eduardo Hurtado
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Cuando era niño el sudor siempre le pareció una sustancia caprichosa. No sudaba a cántaros durante las clases de Educación Física o en los partidos de fulbito en los recreos. Tampoco en los viajes de vuelta a casa en buses destartalados repletos de gente. Parecía que era inmune a ese derroche visual de energía y esfuerzo. En cambio, le sudaban las manos copiosamente. No lo comprendía en su momento. Ahora sabe que sus partidos los juega al frente de un ordenador, un cuaderno o un lápiz cuando busca transmitir en cada palabra, cada oración, cada párrafo la misma emoción que sentía cuando corría tras un balón. Una emoción invisible.
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