El dedo en la boca para callar los gritos de un gol puede ser tan extraño como llenar de elogios al que hace pocos días era muy criticado. Con Christian Cueva no hay medias tintas y Jaime Cordero explora las razones por las que el volante es el termómetro perfecto de nuestro juego pero también es el espejo de nuestras propias contradicciones.
Hay una profunda contradicción en el gesto de un deportista famoso –cualquier deportista famoso– que se aprovecha la celebración de un gol para pedirnos –reclamarnos, exigirnos– a todos que cerremos el pico: el gesto que eligió Christian Cueva para celebrar su gol ante Bolivia en el Estadio Nacional. De todas las celebraciones posibles eligió esa y por supuesto no fue improvisación; esas cosas no se improvisan, se rumian, se piensan mil veces en la previa, se entrenan mentalmente en el camino entre el hotel, el autobús y el vestuario. Como cuando el Chorri se puso su famoso polo rojo con la frase “Te amo Perú”, pero al revés. Así de premeditado. Así funciona la rabia contenida. Esa rabia que no se detiene a pensar en que te pueden sacar una amarilla tonta, y que tarde o temprano te vamos a pasar la factura por ello. Que no se detiene a pensar que, quieras o no quieras, siempre hablaremos de ti.
Pero decía que hay una contradicción. ¿Realmente quiere Cueva que nos callemos la boca? ¿Que no hablemos de él? Lo dudo. Los futbolistas emblemáticos viven de que hablemos de ellos y para nosotros Cueva es de esa estirpe. Lo que no quiere desde luego es que hablemos mal, pero eso sería ir contra la esencia de la pasión futbolística. Como cualquier pasión, la del hincha no entiende de templanzas, salta del amor desmedido al odio que embrutece sin pasos intermedios de ninguna clase. No entender eso es no entender un código básico de la relación entre la hinchada y sus ídolos. Hasta Messi lo sufre.
En resumidas cuentas, hablamos de Cueva porque no podemos evitarlo, hemos construido con él ‘ese tipo de relación’. No se trata solo de los históricos penales marrados o de aquel reciente lujo fallido en La Paz que lo convirtió en presunto responsable de una derrota. Es algo más grande. Hay algo que vale la pena analizar un poco más. Puestos en eso, encuentro por lo menos dos razones que pueden explicar nuestra fijación con él. La primera es que es un futbolista tremendamente influyente. Al margen del rival: si él juega bien, entonces Perú juega bien. Y lo opuesto es igualmente cierto; es difícil recordar una buena presentación peruana en la que Cueva tuviera un partido bajo. Desde un punto de vista estrictamente técnico, hay una correlación muy fuerte entre su estado de forma y los resultados de la selección. Y esto va más allá de su importante cuota de goles anotados y fallados.
La segunda razón es menos futbolística y más simbólica. No podemos dejar en paz a Cueva porque nos representa demasiado bien. Esa carrocería de dudoso atleticismo condensa todas las virtudes y defectos que caracterizan al fútbol peruano. Ahí están la pelota bien pegada al pie, la pausa, gambeta, la picardía y el alma de jugador de fulbito; junto con el espíritu disoluto, la intermitencia, la falta de regularidad y el dudoso apego por la disciplina. Para bien y para mal, Cueva juega como los peruanos todavía creemos que Perú debe jugar al fútbol. No podemos dejar de hablar de él porque reconocemos su importancia, pero sobre todo porque nos reconocemos en él. Que se vaya acostumbrando, si es que todavía no lo ha hecho. Por lo demás, ningún hincha peruano se molestará si la rompe más seguido y nos sigue cerrando el pico.
Estás diciendo que el peruano no quiere triunfar que se contenta con “la pelota bien pegada al pie, la pausa, gambeta, la picardía y el alma de jugador de fulbito ….” es algo así como que las uvas están verdes, como Pedro Picapiedra que gana la lotería pero pierde todo porque le gusta el llano. O solo estás hablando de fútbol?