La Selección peruana logró mucho más que una victoria en Quito. Más allá de las cifras históricas y las marcas rotas por el sorprendente equipo de Ricardo Gareca, algo subyace a lo futbolístico: como pocas veces ha ocurrido en los últimos 35 años, los cimientos de la nación, construidos también desde la gloria y la vergüenza deportiva, pueden empezar a reestructurarse. Lo que se entiende como identidad nacional estará en juego en los próximos dos partidos. Así de grave, así de decisivo. Porque el fútbol puede ser lo más importante de lo menos importante, pero a veces lo más importante de un país, ni más ni menos.
La sociedad peruana despertó el pasado miércoles 6 de septiembre con una mueca inocultable de optimismo. En medio de la polarización política y una prolongada huelga de maestros, ni la gastronomía era capaz de actuar con tanta efectividad como elemento aglutinante. Solo el fútbol lo hizo posible. A diferencia de otras tantas veces en las que una victoria futbolística era apenas el placebo para aplacar años de crisis, esta vez la ilusión de clasificar a un Mundial se volvió legítima y fundada sobre la base del desempeño y los resultados. Algo cambió y es real.
El 2-1 en Quito ante Ecuador no solo ha dejado la inevitable repetición de los goles de Edison Flores y Paolo Hurtado o la maratónica –y, por cierto, exagerada– cobertura mediática en torno a los jugadores de la Selección, sino también la sensación de que algo más grande está en juego más allá de la cancha. Como si de la clasificación dependiera parte del destino del Perú como nación.
Mucho se ha dicho y se ha visto en las 24 horas posteriores al histórico triunfo de la Selección peruana. Avalanchas de tuits cargados de orgullo nacional, análisis sesudos sobre los méritos del ahora celebrado Ricardo Gareca, el elogio de las virtudes casi heroicas de jugadores, el aprovechamiento de la maquinaria publicitaria y un interminable coro de especialistas que coinciden en que después de 35 años la redención es más que matemáticamente posible. Las reminicencias de los drámaticos duelos ante Argentina, el rival a vencer en la próxima fecha, abonan al monotemático debate nacional en estos momentos: ¿Podrá clasificar Perú al Mundial de Rusia 2018? Nadie –o muy pocos– pueden mantenerse al margen del debate.
Tan solo horas después de la victoria en Quito, una amiga, poco dada al fútbol, lo sintetizaba con esta frase: “Hoy día era imposible abstraerse de la pasión futbolera peruana. Desde las 4 de la tarde empezaron los suspiros y grititos de los vecinos. A las 5, las calles vacías (¡no había tráfico ni en la avenida Javier Prado!) y en el banco me gané con los gritos desaforados desde una oficina que al parecer estaba llena de gerentes (y la emoción y sonrisas contenidas de todos los cajeros, odiando a los clientes, por supuesto). Unas horas después la emoción continúa desbordándose en el Facebook, pero no me quejo porque, como siempre, los memes son lo mejor”.
A estas alturas, lo que alguna vez dijo Albert Camus no parece tan exagerado: “Patria es la selección nacional de fútbol”. Porque solo así se puede entender que hace menos de un año, tras la derrota ante Chile en Santiago, el periodista político Jaime de Althaus afirmara furibundo: “No se puede jugar con el espíritu nacional. El orgullo nacional es importantísimo. Es imposible no llamar a los mejores jugadores. Esto es casi traición a la patria”. No cabe duda, el sentimiento nacional se moviliza y genera una sensación de consenso colectivo, aunque parezca transitorio. Aquel instante del himno entonado por millones podría ser la mejor síntesis de lo que nos ocurre.
Por desgracia, al peruano le ha tocado contruir parte de su identidad desde el fútbol –al menos en los últimos 35 años– a partir de derrotas y frustraciones. Una encuesta de Ipsos Perú en 2011, poco antes de lograr el tercer lugar en la Copa América de Chile, mostraba que solo un 6% encontraba que el fútbol era motivo de orgullo nacional. Machu Picchu (56%), los recursos naturales (45%) y el boom gastronómico (41%) aliviaban el desaliento por la Selección.
¿Por qué entonces insistimos en tratar de fortalecer la idea de peruanidad desde el fútbol? Nadie lo sabe. Como dice Agustín Espinosa, docente del Departamento de Psicología de la Pontificia Univeridad Católica (Punto Edu, 2012), “la relación entre fútbol e identidad nacional es una arbitrariedad del destino”. “Si la identidad se construyera en términos de aquellas cosas en las que nos va bien, el fútbol hace tiempo habría sido dejado de lado. Se puede articular esta identificación de la gente con su Selección porque simbólicamente representa a un Estado”, explica.
De ahí que estereotipos como “jugamos como nunca y perdimos como siempre” y “somos un equipo gitano que gana cuando debe perder y pierde cuando debe ganar” estén tan arraigados, así no sean siempre ciertos. Pero, como dice Espinosa, los asumimos como tal y se reflejan en la Selección legitimándolos como conceptos inobjetables.
Hace algunos años le oí sugerir por radio a Humberto Castillo Martell, médico psiquiatra y director general del Instituto Nacional de Salud Mental, una comparación que podría explicar, de algún modo, lo que somos como país a partir del fútbol. “Un alemán de 64 años nunca ha visto a su equipo fuera de los ocho mejores del mundo y un joven peruano de 32 años nunca ha visto que la Selección llegue al mundial. En nuestro caso ponemos nuestra expectativa, nuestra esperanza, luego viene la realidad y nos produce frustración”. Lo positivo, en este caso, sería la capacacidad del peruano de administrar mejor la decepción como proceso reparador del dolo. “Podemos manejar mejor la frustración a diferencia de Alemania o Brasil”, según Castillo Martell.
De algún modo nos hemos acostumbrado a enfrentra la frustración y la inminencia de la derrota. En esa misma entrevista radial, el sociólogo Aldo Panfichi sostuvo que el fútbol “nos une en nuestro dolor y lo compensamos con Machu Picchu, nuestra comida u otros elementos”. Esa resistencia tendría su origen en la crisis interna vivida en las décadas de los ochenta y noventa. Sin contar, claro, la mácula eterna de la reinvindicada derrota ante Chile en la Guerra del Pacífico.
¿Pero esta costumbre al fracaso –en términos futbolísticos– es inalterable? ¿Forma parte de la identidad nacional como rasgo constitutivo? ¿Es a partir del fútbol que puede empezar a cambiar?
Desde las Ciencias Sociales se cree que el fútbol funciona como una arena pública donde se elaboran y refuerzan identidades nacionales o locales. El investigador costarricense Sergio Villena cree que las identidades, desde el filtro del fútbol, son construcciones precarias, múltiples y susceptibles de transformación. Parte del concepto de communitas definido por el antropólogo Víctor Turner como el “escenario ritual que hace posible obviar las diferencias estructurales entre los individuos y propicia su inmersión en un espacio de comunión entre quienes usualmente se encuentran separados estructuralmente por diferencias de rol y status”. Por supuesto, el “sentimiento comunitario” también puede producir un efecto de reforzamiento de las diferencias estructurales, como advierte el sociólogo, periodista y entrenador uruguayo Rafael Bayce.
La idea de ritualidad y construcción permanente de la identidad ya había sido planteada por Émile Durkheim en su libro Les formes elementaires de Ia vie religieuse (1912). El sociólogo y filósofo francés considera que “no puede haber sociedad que no sienta la necesidad de mantener y reafirmar, a intervalos regulares, los sentimientos y las ideas colectivas que constituyen su unidad y su personalidad (…) Esta reafirmación moral no puede obtenerse sino por medio de reuniones, de asambleas, de congregaciones [que simbólicamente serían los partidos de la Selección], en los que los individuos reafirman unos sentimientos comunes [apoyo al equipo, amor a un mismo país]”.
“¿Qué diferencia esencial hay entre una asamblea de cristianos celebrando las fechas principales de la vida de Cristo, de judíos festejando la salida de Egipto o la promulgación del decálogo, y una reunión de ciudadanos conmemorando la institución de una nueva constitución moral o algún gran acontecimiento de la vida nacional?”, se pregunta Durkheim.
Como un guiño a lo anterior, Rafael Bayce desliza provocadoramente estas otras preguntas. “¿Qué diferencia esencial tienen hechos como la clasificación de Costa Rica al Mundial de Italia, su pasaje a la segunda ronda y su decimotercer lugar en el torneo; los triunfos olímpicos de Uruguay en 1924 y 1928, el del Mundial de 1930 y del Sudamericano de 1935, y el Mundial de 1950 en Maracaná; el bicampeonato mundial argentino en 1986, o el tetracampeonato mundial brasileño en 1994?”. Por supuesto, la siguiente pregunta se cae de madura: ¿Qué diferencia tiene todo eso con la victoria de Perú en Quito, que podría dar pie a la clasificación a Rusia 2018?
Si bien el fútbol es un terreno privilegiado para la afirmación de identidades y antagonismos colectivos, Sergio Villegas advierte que no debe entenderse como un “espejo” donde se reflejan fieles las identidades construidas en otros espacios sociales, culturales o políticos. Tampoco debería considerarse a las identidades como inmutables. Eso quiere decir, que las identidades –siempre construcciones precarias, múltiples y fluidas–, bajo contextos específicos y condiciones por demás cambiantes, serán siempre susceptibles de transformación.
Más que un espejo, entonces, la Selección nacional sería para la sociedad peruana un retrato siempre retocado, redefinido e inacabado de cómo se percibe a sí misma.
“Una sociedad no puede crearse ni recrearse sin, al mismo tiempo, crear el ideal. Esta creación […] es el acto por el cual se hace y se rehace periódicamente. (…) La sociedad ideal no está fuera de la sociedad real: forma parte de ella. (…) Una sociedad no está simplemente constituida por la masa de individuos que la componen, por el suelo que ocupan, por las cosas de que se sirven, por los movimientos que efectúan sino, ante todo, por la idea que se hace de sí misma”, dice Durkheim.
Rafael Bayce, en su análisis de la Selección uruguaya, sostiene que los estereotipos futbolísticos son autoimágenes compatibles con rasgos nacionales preexistentes (hechos históricos, por ejemplo), que, fuera del espacio-tiempo de su vigencia, producen rasgos obsesivos y obstáculos para la redefinición de identidades y subjetividades más ajustadas a los nuevos tiempos que a los años pasados. ¿Así como Uruguay –para bien o para mal– es indesligable de la garra charrúa, Perú debe resignase al quejumbroso lamento del “casi casi”? A juzgar por lo que dice el sociólogo uruguayo, las representaciones colectivas mundialmente afirmadas por medio de triunfos futbolísticos tuvieron antecedentes históricos compatibles, pero fueron perdiendo sustento en la medida en que las victorias menguaron y las derrotas aumentaron. En el caso peruano podría darse en sentido inverso: la suma de nuevos triunfos y logros concretos podría redefinir la identidad.
Una duda, sin embargo, se desprende del pensamiento de Rafael Bayce: ¿la resignificación y reconstrucción de identidades y subjetividades puede ser una tarea más ardua que la construcción de mitos y la producción originaria de identidades y significaciones? Dicho de un modo más prosaico: ¿es más complicado redefinir el alma de una nación que definirla desde un principio? En tiempos en los que orgullo, honor y autoestima nacionales se depositan en el fútbol, la Selección peruana no tendrá más remedio que enfrentarse contra su propia sombra.
A Chile y Costa Rica –dos casos de estudio desde las Ciencias Sociales– les tocó atravesar por situaciones análogas. Si bien cada nación tiene condiciones y contextos muy particulares, se pueden hallar puntos en común que permitan entender cómo las identidades pudieron llegar a ser reconfiguradas a partir del fútbol. La experiencia chilena, más próxima por geografía e historia, muestra cómo la clasificación a Francia 1998 constituyó “un mito refundacional” que generó “un nuevo umbral”, según explican Rodrigo Araya, Loreto Bravo y Osvaldo Corrales.
Es cierto que aquel logro, a costa de Perú, dio paso a nuevas exigencias, no exentas de un aumento de frustración relativa. Desde el razonamiento periodístico, analizado por los autores de la investigación, la clasificación al Mundial de 1998 permitió “superar un trauma y, a la vez, realizar importantes avances en el plano psicológico permitiendo a los chilenos ver su entorno y ser vistos de otro modo”. Como se intuye, los medios de comunicación tuvieron un rol decisivo al actuar como generadores de material simbólico a partir de la mímesis selección de fútbol/nación.
“La cobertura periodística posee una doble significación. Por una parte, sitúa al fútbol y en especial, a los avatares de la Selección nacional, como tema de preocupación pública. Y por otra, para poder cumplir con lo anterior, pero también como su consecuencia, el periodismo selecciona referentes simbólicos hegemónicos (aquellos que aprendimos en la escuela y en los libros para niños), generando procesos identificatorios de quienes, en una misma nación, consumen esos mensajes”, sostienen los autores.
A una conclusión similar arribó Sergio Villena, que desmenuzó la influencia de la clasificación de Costa Rica al Mundial de Italia 1990, su decimotercer lugar en el certamen y la significación que esos logros adquirieron en el imaginario simbólico nacional. Al propiciar el fútbol una experiencia profunda de la communitas, que fortalece sentimientos de pertenencia y trascendencia entre los miembros de la nación, así como de continuidad histórica, la prensa cumplió un importante papel en la elaboración, difusión, y rememoración pública y nacionalista de las victorias del equipo nacional de fútbol.
El investigador costarricense considera a los medios “verdaderos adalides del nacionalismo”, al elaborar un discurso épico del sacrificio desinteresado por la patria, y cómo los rasgos culturales considerados el núcleo de la identidad nacional toman cuerpo en el “estilo nacional” de jugar al fútbol. Son los relatos periodísticos los que vinculan sentimentalmente el nacionalismo a los espectáculos futbolísticos, convirtiendo a los futbolistas en los “nuevos héroes nacionales”. Nombres como los de Paolo Guerrero y Edison Flores, en el caso peruano, no están muy lejos de alcanzar ese estatus.
A falta de dos fechas para el final de las Eliminatorias sudamericanas, las chances de la Selección peruana dejaron de ser una antojadiza fantasía. Incluso, al margen de conseguir la clasificación o no, la valoración del equipo de Ricardo Gareca ha cambiado. Pero está claro que cualquier posible reconfiguración simbólica de la identidad pasará por lo que suceda ante Argentina en Buenos Aires y ante Colombia en Lima. ¿Será otra vez el “casi casi” o se dará el quiebre histórico? ♦
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- Referencias bibliográficas:
- ALABARCES, Pablo. (Comp.) (2003). Futbologías. Fútbol, identidad y violencia en América Latina. Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
- ARAYA Rodrigo, BRAVO Loreto y CORRALES Osvaldo (2000). “Entre glorias y agonías: fútbol e identidad nacional en la prensa”, Comunicación y Medios, nº 12, Santiago de Chile, p. 67-73.
- BAYCE, Rafael (2003). Cultura, identidades, subjetividades y estereotipos: Preguntas generales y apuntes específicos en el caso del fútbol uruguayo. En P. Alabarces (Comp.), Futbologías. Fútbol, identidad y violencia en América Latina (pp. 163-180). Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
- PUNTO EDU (2012). Entrevista a Agustín Espinosa. http://puntoedu.pucp.edu.pe/entrevistas/la-construccion-de-identidad-acepta-aparentes-paradojas/ Fecha: 08 de junio del 2012
- VILLENA, Sergio (2000). “Imaginando la nación a través del fútbol: el discurso de la prensa costarricense sobre la hazaña mundialista de Italia ‘90”, en Alabarces, Pablo (comp.) Peligro de Gol. Buenos Aires: CLACSO.
- VILLENA, Sergio (2003). Gol-balización, identidades nacionales y fútbol. En P. Alabarces (Comp.), Futbologías. Fútbol, identidad y violencia en América Latina (pp. 257-269). Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.