El 15 de noviembre del 2017 es un día que ha quedado marcado en el calendario. A cuatro años de la clasificación al Mundial, una crónica de Angelo Torres Zevallos que revive ese Perú-Nueva Zelanda que ocasionó un temblor de tanta felicidad.
Escribo desde la luna porque en la tierra no cabe la felicidad. Igual puedo verte abrazándote llorando con tu papá, cargando a tu hija que no entiende la sonrisa tatuada o mirando al cielo recordando esa promesa inconclusa. Besando el televisor con la camiseta impregnada, orgulloso de tus colores. Estamos borrachos de gloria, intoxicados de gratitud.
Somos el último pasajero, el más especial. El que esperaba el resto para sellar esta fiesta selecta donde van los 32 mejores. Ahora se puede dejar volar la ilusión, ya no hay escalas.
Siempre dejamos las cosas para el final como sello peruano, darle esa cuota extra de dramatismo a esa gesta épica. Nada fue fácil para nosotros. Nunca lo fue. Por eso, hasta que pitó el árbitro no se soltaba por completo el nudo atorado de 36 años de fracasos, de intentos errados, del mismo final. En un país deprimido por sus propios letargos, llorar de felicidad es una anomalía. Ayer hasta los ateos hablaron con Dios para pedir el milagro de la sonrisa eterna. ¿Cuántas veces el destino nos dijo no? Parecía una obsesión, de esas maldiciones que solo te quitan los hechiceros.
En 90 minutos nos jugábamos la vida, como tantas veces. Ahora no había una segunda oportunidad, esta era la última. Si ante Colombia el escenario nos paralizó, ahora la obligación nos activó. Si en la ida ante Nueva Zelanda se apuntó a un juego de ajedrez, ahora la idea era un jaque mate directo. Por eso Ricardo Gareca sacó las garras con un esquema ultraofensivo para romper el muro de los ‘All Whites’. Con tres cambios tácticos –ingresaron Raúl Ruidíaz, Andy Polo y Luis Advíncula–, pero el más importante fue el de actitud.
Con el reloj en contra, Perú salió a hacer valer la diferencia futbolística que había pero que no se notaba en el marcador. Los primeros quince minutos fueron un monólogo con una metralleta. Una bala tenía que hacer daño ante esos gigantes que más parecían jugadores de rugby. Sin ‘haka’ que los rescate, apelaron a las patadas. Los guerreros maorí se quedaron sin armas.
Pero el toque fino en nuestro ADN era el sello indeleble. Cuando los caminos parecían bloqueados, una jugada mágica de Christian Cueva dejó a Jefferson Farfán al borde del área para que fuera poseído por el alma goleadora de Guerrero. La distancia que nos separa, Paolo. Pero también la que nos acerca. Ese tiro también fue tuyo para que la ‘Foquita’ encuentre la llave perdida para abordar el avión rumbo a Rusia. Fue tanta la alegría que hubo un temblor, detectado por el IGP, de tanta felicidad.
Jefferson llora agarrando la camiseta del ‘Depredador’, ausente por un resultado analítico adverso. Pero la adversidad no nos detiene, aunque parezca un capricho cósmico para hacer más hermosa nuestra gesta. Siempre juntos, aunque el hermano no esté. El grito de desahogo, la tensión expulsada. La franja roja ardía empujada por 45 mil testigos de cómo la historia se escribía en el Nacional. Los más de 30 millones festejan con esos once protagonistas. El estadio es un manicomio, nadie quiere una camisa de fuerza. Dale rienda suelta a la locura.
Pero solo un gol era hacer malabarismo con un premio que vale oro. Era necesario noquear al gigante. Con un ataque de talla ‘hobbit’, los espacios aparecieron aunque Marinovic se ponía el traje de villano. Una mano evitaba el segundo golpe para aumentar el suspenso.
En el complemento, Nueva Zelanda recordó que no vino a tomarse solo fotos con Green Day, a ver los fuegos artificiales o conocer Larcomar. Con Wood ya en la cancha, nos pusieron contra las cuerdas con más empuje que ideas. Siempre nos toca sufrir. Hasta que en ese balón que flotaba en el aire iba con la esperanza de todos para que Christian Ramos la empuje, para que sea la ‘Sombra’ del amor. Un puntazo para acabar con los ‘All Whites’ y su delirio de verse en el Mundial.
Después contar los segundos con la ansiedad del destino errante. Renato Tapia, el ‘Capitán del futuro’, se convierte en realidad antes de tiempo, se adelanta a su época. El ‘Mudo’ los deja callados en cada ataque, habla en cada jugada con elegancia para ser ese líder silencioso que empuja con actos.
Advíncula fue ese ‘Rayo’ necesario por la banda derecha para darle amplitud al campo. Miguel Trauco, el tarapotino que pateaba frutas, ahora estará con la élite mundial. Edison Flores hizo que el mundo entero se vea obligado a parar las ‘Orejas’ cada vez que Perú jugaba. Andy Polo fue la ‘Joya’ que se tiene que proteger y Ruidíaz, la ‘Pulga’ que saltaba escurridizamente entre los rivales. Todos importantes en su papel, como Yotún en su reinvención como volante central para ser el elegante jugador que ahora es. O el regreso esperado de Farfán, más enfocado que nunca. Siempre es bueno tener una segunda oportunidad.
CAMBIAR LA HISTORIA
Quién iba a pensar en una clasificación cuando después de diez fechas de eliminatorias, el abismo estaba cerca con solo ocho puntos. Caer era más fácil que sostenerse. A un paso del sótano más que de la escalera al cielo por el octavo lugar. Luchar contra la adversidad se convirtió en un modo de vivir. Contra todo y contra todos. Ante los que decían que éramos comparsa, relleno en Sudamérica. Que era un remake de la película que ha hemos visto con ese triste final. Pero cambió el director y guionista. No había margen de error y la ‘Bicolor’ nunca falló.
El arquitecto de este sueño es Ricardo Gareca, el señor de los milagros. Cuando el respirador artificial se quedaba sin oxígeno, él nos dio primeros auxilios. La terquedad de dar la contra, de escapar de nuestro propio laberinto para ser el último pasajero a este vuelo selecto llamado mundial.
Había que cambiar la historia nuevamente porque Perú nunca había conseguido una clasificación en Lima ganando –en 1969 se consiguió en Buenos Aires, en 1977 en Cali y en 1981 en Lima pero empatando–. Esta vez era una obligación, cualquier otro resultado alargaba el suspenso que nos tuvo con taquicardia, al borde del infarto. Nos cansamos de ver cómo celebra el resto, de ser testigo de la alegría ajena.
Así como se hizo en Paraguay para romper el mito de no poder ganar de visitante después de 12 años, para imponerse en la altura de Quito por primera vez, para no tenerles miedo a los grandes. Para que Argentina sufra, Uruguay padezca. Nueva Zelanda era el último escollo de este tortuoso sendero para ver la luz al final del túnel.
El regalo adelantado de Navidad que todos pedimos está envuelto de presente en un año perfecto. Invicto, entre las mejores selecciones del mundo, el recuerdo de ‘Cachito’ Ramírez en La Bombonera se empieza a borrar, se ve difuso. Ahora estamos creando nuevos. Le ponemos color a los anteriores relatos en blanco y negro. Que nadie le ponga stop a esta sensación.
Ese álbum que siempre llenábamos con otras selecciones ahora tendrá nuestros stickers. Esta locura mundial también es nuestra. Nadie nos la puede quitar.
Mi viejo me dijo que algún día íbamos a ser felices con un balón. Hoy le puedo decir a mi hija que lo somos. Y los tres nos podemos abrazar para no soltarnos más.