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Cuando el corazón vuelve a latir

Más de un año y medio después, se flexibilizan las restricciones de la pandemia y las hinchadas locales pueden volver al estadio para alentar a sus equipos. El poeta Diego Sánchez Barrueto reflexiona sobre los sentimientos que genera este retorno: ir a la cancha permite estrechar lazos con los pares y contribuir colectivamente con la historia del club.

Han transcurrido 626 días desde que fui por última vez al estadio para ver jugar a Alianza Lima. Un año, con ocho meses y dieciséis días –para hacer cálculos exactos—, que el club no juega con sus hinchas, además. Hoy se rompe ese maleficio. No cabe duda, la pandemia ha impactado, también, en quienes depositan un poco (o mucho) de su vida en las tribunas. De ese estruendo personal que los aficionados al fútbol celebran con la garganta inflamada, pero que muchos no logran concebir como algo importante.

Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.

Oh estruendo mudo.

¡Odumodneurtse!

César Vallejo

Es verdad, mucha gente no se explica que haya la necesidad de ir al estadio, que, incluso, este espectáculo sea comparado con algún tipo de arte o manifestación cultural elevada, porque, a simple vista, como decía el escritor argentino Jorge Luis Borges, este es un deporte “popular porque la estupidez es popular”, ya que “once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Entonces, vivir sin ir a un estadio para ver un partido del torneo de fútbol local, para algunos ha sido el epítome de su poca importancia, de su inutilidad.

Estas calificaciones estéticas y morales, más allá de lo hirientes que puedan ser las palabras del genial escritor gaucho, seamos justos, no dejan de tener algo de razón. Pero en ello radica el error, en tratar de comprender este fenómeno con la razón y, lo que es peor, con el sentido estético.

Ahora, quizá decir lo siguiente genere más argumentos en contra, es decir, empeora las cosas: pero sumemos a este análisis la decisión de millones de hinchas de no solo asistir a los estadios, sino, elegir un único cuadro, un solo club, un único equipo, para alentar. Es realmente absurdo, peor aún si esta institución carece de las estrellas que en el balompié mundial brillan en torneos súper competitivos y que facturan millones de dólares al año tan solo en publicidad. La identificación con una camiseta que no compite de manera similar con los mejores del mundo da la impresión de ser pura necedad, capricho supino y hasta estupidez. Claro, en la sociedad capitalista solo hay opción para los mejores y que el resto espere su oportunidad o desaparezca en el intento.

Por ello, ser hincha de Alianza Lima, por ejemplo, el equipo de más raigambre popular en el Perú (y de mayor cantidad de hinchas, además), carece de sentido bajo esta óptica, peor todavía si en este país se practica un fútbol de bajo nivel si es que nos fijamos en los resultados que cosechamos en competencias internacionales. Claro, otra vez resaltamos el análisis por medio de la razón, ese prurito intelectual del que se jactan muchos sabios y que desdeña al balompié tildándolo como un deporte para bárbaros atilas, parafraseando, otra vez, a Vallejo.

Ahora, seamos francos, solo apelar a la pasión y sus efluvios emocionales es una salida facilista para justificar ir a ver fútbol. Frases como “soy íntimo de nacimiento” o el tantas veces mentado “soy aliancista de la cuna al cajón”, para solo referirnos al club de La Victoria, pueden dar la impresión de quien las esgrime está sometido a la salvaje dictadura del subconsciente, a la razón de la sinrazón quijotesca. Pero seamos sinceros, el gusto por el fútbol no se explica solo con el sentimiento. Hay más, mucho más.

El último partido que jugó Alianza Lima con público fue ante el Nacional de Uruguay por la Copa Libertadores 2020. El hincha ha esperado demasiado. ANDINA.

Me parece que, tomando como partida el trabajo del filósofo rumano-norteamericano Mircea Eliade, debemos adentrarnos en este fenómeno cultural desde una mirada antropológica, apelando a la tendencia humana de sacralizar diferentes aspectos de la vida: de esperar siempre la irrupción de lo sagrado en el mundo que nos rodea. Esta actitud, en el caso del fútbol (o por extensión muchos otros deportes colectivos), que riñe con las creencias religiosas y sería fácilmente tildado de profano, ha logrado –paradójicamente- fusionar dichos sentimientos, para generar una nueva fe, que no tiene un solo rostro o una sola Iglesia, pero sí unos colores distintivos, inimputables como la palabra divina.

Por ello, queriendo experimentar manifestaciones sagradas, también nos encontramos en medio de expresiones completamente blasfemas, incluso, bestiales. Recordemos cómo los pecados del exceso, del levantamiento de falsos testimonios o el de la ira son comunes en las graderías de un estadio. Esto que muchos antropólogos han llamado “carnavalización”, y que especialmente nos lo cuenta el filósofo soviético Mijail Bajtín (tomando prestadas sus ideas del análisis literario), es la necesidad de las personas de interactuar en determinados momentos, en un mundo “al revés” que adopta características del carnaval y del desenfreno (muy ligados al sexo, las drogas y la irresponsabilidad, por ejemplo) para huir del mundo ordenado y civilizado, y así exaltar las pasiones, que es lo que hacemos los hinchas con el fútbol en todos los estadios del mundo.

Así, volviendo a la dualidad sagrado / profano, de Eliade, entendemos que, dentro del fenómeno futbolístico, ambos son opuestos y complementarios. Lo que muchas barras alrededor del planeta llaman “el carnaval” y que los aliancistas, por ejemplo, conocemos muy bien.

MÁS QUE UN SENTIMIENTO

El fútbol es esa dualidad sagrada y profana que nos permite salir del statu quo, de ese orden que nos impone la sociedad, y que, a la manera de los antiguos griegos, nos deja experimentar con nuestras emociones dentro de un espacio definido, en un tiempo determinado y con reglas claras, pero que nos brinda, sobre todo, el poder exorcizar los fantasmas atávicos del alma. Este fenómeno, además, lo podemos llevar a todos lados cuando vamos a trabajar, a estudiar, a resolver asuntos domésticos o amar a nuestros congéneres. La extensión del espíritu del carnaval que muchos blanquiazules denominan “vivir en Alianza”, y que se practica con fervor, de una u otra manera, en todos los rincones del mundo, así no ruede la pelota sobre el gramado del estadio Alejandro Villanueva, en La Victoria.

Más allá de las razones, pues, se tiene que experimentar este fenómeno para entenderlo, se tiene que estar ahí, en la tribuna, saltando y gritando todo el partido, haciendo eco a miles de personas que por noventa minutos seguidos (a veces más) que acompasan los latidos de sus corazones. Estrechar vínculos con tus hermanos y hermanas y defender los colores más allá de tu individualidad, como un ejercicio de bien común. Hacer crecer la historia de tu club, como aficionado, hincha o barra, y así compartir sus alegrías y tragedias, incluso, sin dioses de por medio. Es decir, el sentido del colectivo como norma: la necesidad de juntarse y crear lazos de confianza entre pares para superar la tristeza y la rabia que genera la injusticia, el sistema que nos somete con dolor, y –más aún en estos tiempos— para sobrellevar la muerte. Por eso, justamente, para muchos es importante ir al estadio, para olvidarnos momentáneamente de ese pesar, como un abrazo dentro del carnaval.

Este efecto también, en salvaguarda de la memoria de Borges, lo pueden generar la poesía, el teatro y la música, pero que pocas veces se puede colectivizar en multitudes con tanto fervor y, sin duda, con tanta esperanza. Que, en palabras del gran educador peruano Constantino Carvallo, es así: “el fútbol no es un hecho real, el que tú miras, sino una ilusión, la que yo miro. Es una virtud de la mirada”. Y que después de un año, con ocho meses y dieciséis días de no experimentarlo, solo se acrecienta en el corazón con un pálpito jubiloso y limpio, como una oración que se musita entre labios y que luego será un grito destemplado de “arriba Alianza”.

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