Mientras en el brazo de Paolo Guerrero se nota la cinta de capitán, aunque no la tenga allí, en la rodilla del delantero se confunden los fantasmas de una lesión que lo mantiene fuera de la cancha. A sus casi 38 años, juega su propio partido contra el tiempo.
Paolo Guerrero es un futbolista en extinción. Un jugador que apoyado en sus 37 años aún puede erizarnos la piel cuando amansa un balón que cae desde unos 50 metros y, en ese trayecto, inventar la reciente narrativa de nuestro balompié. Porque el delantero de la selección es el fútbol peruano contenido en su propia historia.
Lo he esperado en el aeropuerto incontables veces y en solo dos arribos me mostró su mirada más esquiva: la vez que el TAS incrementó su castigo y esta última en su vuelta desde Alemania. Es la cuarta vez que Paolo posterga las canchas de fútbol por una grave lesión, pero esta tiene un par de condimentos que incluso pueden herir su autoestima: su edad cronológica y su obligatoria despedida del Inter de Porto Alegre, un club que apostó por él acabado el Mundial Rusia 2018. Un equipo que lo protegió y del que no pudo marcharse entre las fulgurosas proclamas que, hasta hace dos meses, evocaban su nombre.
En medio de ese tránsito rumbo a su automóvil me aparezco, micrófono en mano y queriendo adelantar la información de cuánto ha mejorado su rodilla derecha, esa parte de su cuerpo que motivó su mirada desafiante. Esta vez impulsada sin necesidad de tener al argentino Otamendi o al uruguayo Lugano enfrente, dos de sus más serios antagonistas de campo. El Paolo de hoy es un depredador sin alimento, un águila imperial anulado en su voracidad, pero al mismo tiempo sin dejar de ser lo que con hechos ha descrito su sublime biografía: un tierno ser humano. Lejos de ser una persona indescifrable, Guerrero tiene una pícara ternura que data desde sus cimientos.
Quienes lo conocieron a los 15 años cuentan que alguna vez previo al debut de un campeonato realizado en el Lima Cricket vio cómo Jefferson Farfán se preparaba a usar unos chimpunes de marca extranjera que su tío Roberto le había regalado. Paolo, quien meses antes lo había recibido en Alianza Lima como a un hermano, no podía permitirle esas ostentosas diferencias y se los quitó. Entre risas decidió usurparle aquel detalle navideño. Acto seguido, la clave de esa hermandad sentaría su punto de partida: Jefferson, en lugar de mostrarle rebeldía, le procuró docilidad. Una inadvertida secuencia que sorprendió a Paolo, quien terminó jugando —y goleando— con los zapatos de su eterno compadre, y Farfán con los que repartió el club. La adolescente dupla más afamada de los torneos de menores había intercambiado algo más que simple utilería; se había profesado lealtad.
Ese es José Paolo Guerrero Gonzales, el hijo de Doña ‘Peta’. El tipo que avanza por el Jorge Chávez de la mano de su madre sin necesidad de tomarla. El que se adelanta y retrocede buscándola y hallándola, como si el temor de perderla en la multitud de sus seguidores fuera un breve desconsuelo. Si algunos puntos vulnerables tiene el vigente goleador histórico de la bicolor, son los sobresaltos de su progenitora, a la que en cada Día de la Madre no duda en citarla en sus redes sociales utilizando su más recurrente apología: “mujer luchadora y batalladora”. Cuando Paolo veía fútbol durante la suspensión que le aplicó la FIFA se desesperaba, pero era ‘Peta’ la única que sabía cómo controlarlo. Un abrazo milimétricamente apaciguado y la promesa de que un día después se prepararía cebiche en casa. Doña Petronila es para Paolo la estampita de todos sus altares.
“El fútbol es diversión, solo si pierdo puedo llegar a ser otra persona”, dijo alguna vez explicando por qué le arrojó un tomatodo a un hincha del Hamburgo alemán que lo increpó por una derrota al término de un partido. Mientras llenaba de maletas la bodega de su auto sin hablarme, recordé nuevamente esa frase y abrí las cortinas del ambivalente escenario que ha desnudado su vida.
Momentos cumbres como su reveladora aparición en la Champions con el Bayern, como su grito goleador en la final del Mundial de Clubes siendo estelar de Corinthians o el beso que le procuró a nuestra camiseta cuando un tanto suyo a Colombia puso al Perú ad portas de un mundial, hoy hacen un versus con sus lesiones. A Paolo solo el fútbol lo puede llenar, algo que jamás harían los autos de lujo que colecciona ni los intrépidos caballos de carrera que cría ni tampoco los más creativos tatuajes que su cuerpo posee, aun cuando estos tengan a uno de sus hijos caminando sobre su vientre.
Tenía una ametralladora cargada de preguntas sobre su futuro inmediato, pero temía que estas fluyan con una leve tosquedad. El ser humano siempre por delante fue la premisa que el propio Paolo me propuso. Antes de cerrar la puerta de su auto negro en el aeropuerto volteó a mirarme y me pidió: “por favor, ¿hablamos cuando venga por la selección?”.
Recibir embestidas, levantar la guardia y mover las piernas con agilidad es la historia de su vida. Más por estos días, Paolo combate los fantasmas que lo acechan sabiendo que puede estar a poco de que timbre la campanilla. El capitán es, sin embargo, un hombre maduro. Pícaro, tierno, iracundo por momentos, pero maduro. Capaz de esquivar las marcas ultradefensivas de los rivales de turno y las ‘inoportunas’ preguntas de este reportero. Evitar el pronto nocaut es su inmediato objetivo, paradojas de un hombre acostumbrado en casi 38 años de vida a desenvainar los más recordados mazazos.