A sus 18 años, Lucciana Pérez (tenis) iluminó el panorama deportivo al lograr el subcampeonato del Roland Garros juvenil a mitad de año. Pero no es la única centennials del deporte peruano que apunta alto. Catalina Zariquiey (tabla), Aron Earl (atletismo), Ximena Benites (golf), Jesús Castillo (paraatletismo) y Bastian Pierce (tabla) forman parte de una nueva generación de campeones.
Lucciana Pérez (18)
La pequeña Lulú siempre quiere ganar
Las fotografías la delatan: Lucciana Pérez no puede sonreír. Cada nuevo intento es una mueca inclasificable. Acaba de perder la final del Roland Garros Junior 2023 ante la rusa Alina Korneeva por 7-6 y 6-3, y lleva el ánimo tan cansado como los brazos. Para todo segundo lugar, como ella, que sabe que la derrota solo ha sido circunstancial, la ceremonia de premiación se parece más a una sesión de tortura. Un martirio protocolar.
Al pie del court Simonne-Mathieu, en París, sus padres, Sandy y Renzo, orgullosos, no tienen tiempo para tristezas ni reproches. Al otro lado del mundo, el Perú deportivo empieza a contar su hazaña sin darle importancia al resultado final. Bajo el sol parisino, sin embargo, Lucciana solo quiere huir de los lentes fotográficos, los aplausos condescendientes, y esconderse detrás de un manto de agua fría en la ducha de su camerino.
No puede evitar que la niña a la que jamás le gustó perder aflore de nuevo. Como aquella vez, durante unas vacaciones en Máncora, diez años atrás, cuando no le pudo ganar ni un solo partido de ping pong a su papá y a sus hermanos mayores. Se tuvo que ir a dormir furiosa, conminada por su madre, pero al día siguiente, antes de las siete de la mañana, ya estaba de pie, obligando a todos a despertarse para jugarles la revancha. Con raquetas chicas o con raquetas grandes, siempre estuvo convencida de que no podía perder. Desde que había empuñado una raqueta de tenis por primera vez a los cuatro años, por sugerencia de su abuelo materno, descubrió que tenía un don sobre la arcilla: en poco tiempo, no había niña que pudiera hacerle frente; a los 10, comenzó a rivalizar contra hombres; a los 12, ya era campeona sudamericana; a los 14, asombraba a los veteranos en el circuito nacional; a los 16, empezó a viajar por el mundo para disputar torneos ITF; y a los 17, ya era la latinoamericana mejor ubicada en el ranking mundial.
Lulú, como la llaman con cariño, podía ser más pequeña que sus rivales, parecer más frágil, pero jamás daba una bola por perdida. “Primero se pegaba con la raqueta antes de abandonar un partido; se comía el pasto antes que perder”, dice Sandy, su madre, quien supo orientar sus pasos en el tenis y elegir siempre a los mejores maestros: Juan Manuel Tarazona y Pavel Villa, en una primera etapa; y Percy Melzi, después.
Afuera de la cancha nunca faltó un adecuado acompañamiento; pero, adentro, el mérito era solo de Lulú. Prefería perderse los cumpleaños de fin de semana para entrenar sábados y domingos. “Siempre ha sido muy disciplinada, muy metódica, muy competitiva —cuenta Sandy, dándole énfasis a sus palabras—. Los profesores la alababan. Sabía seguir sus consejos y por eso mejoró a pasos agigantados”. En su caso, la frase es más que una simple alegoría: a ese ritmo, no tardó en convertirse en una pequeña gigante de 160 centímetros. Diecinueve menos que Alina Korneeva, es cierto. Pero ni siquiera ante la rusa, número 1 del mundo, se achicó, aún cuando los pronósticos estuvieran en su contra y una lesión en la espalda —sufrida previa al torneo— la limitara por momentos.
—No sonreíste —le dice Sandy ahora que la ceremonia ha concluido.
—No puedo sonreír —le confiesa Lulú, mirándola a los ojos, aún con la rabia en el estómago—. Yo le podía haber ganado, mamá.
—Disfruta tu segundo lugar, hija. Pudo ser el primero. Estás al mismo nivel que ella —intenta consolarla. La frase no se le olvidará.
La ducha fría se encargará del resto. Recién ahí, en la soledad del camerino, ojos cerrados, agua a cascadas sobre el cabello, Lulú podrá dimensionar lo hecho en París. Haber eliminado en menos de una semana a la eslovaca Nikola Daubnerova (primera ronda), a la checa Alena Kovackova (segunda ronda), a la francesa Astrid Lew Yan Foon (tercera ronda) y a las rusas Alevtina Ibragimova (cuartos de final) y Anastasiia Gureva (semifinales). Haber llegado incluso más lejos que su heroína deportiva, Laura Arraya, en un Grand Slam Junior. Haber peleado de igual e igual ante la vigente campeona del Australian Open. Pero, sobre todo, haberle cumplido el sueño a su abuelo Miguel, tenista amateur, quien le regaló su primera raqueta y quien nunca dudó en acompañarla a Arequipa o Trujillo para verla jugar sus primeros campeonatos nacionales. “Es la recompensa a todo tu esfuerzo. Estoy muy orgulloso de ti”, le dirá luego por teléfono con la voz remojada en lágrimas.
Los errores del primer set, el tie-break perdido y la desconcentración posterior serán lecciones que aprender. Lo más importante es todo lo demostrado en París. “Me probé a mí misma que sí estaba para jugar a ese nivel”, dice Lulú, a su regreso de Wimbledon, donde, sobre césped, no pudo lucirse igual que en la arcilla parisina. El Grand Slam inglés seguirá siendo uno de sus pendientes, así como el título del Roland Garros. “Mi sueño es ganarlo algún día, aunque haber llegado a la final es lindo también”, asegura.
El trofeo de subcampeona, con forma de ensaladera, será el recordatorio de que nada es imposible. Antes de marcharse a Texas, Estados Unidos, donde estudiará la carrera de Negocios a partir de septiembre, verá por última vez el trofeo en la sala de su casa, al interior de una urna por gestiones de su madre. Un santuario a su medida. El adiós, por ahora, será solo con Lima. Los estudios y el tenis seguirán a la par. “Estoy decidida a jugar a nivel profesional. Voy a tratar de subir lo más que pueda en la clasificación”, dice. Superar el puesto 14 en el ranking WTA logrado por Laura Arraya es la próxima meta, aunque prefiere no presionarse. “Paso a paso. Todavía falta muchísimo”, advierte, aunque en el caso de la pequeña Lulú ya se sabe: esos pasos suelen ser de gigante.
Catalina Zariquiey (14)
La surfista a la que no le gustaba la playa
Hija, sobrina y nieta de una estirpe de surfistas, Catalina Zariquiey estaba destinada a surcar olas sobre una tabla. No hacía falta que la bautizaran en las aguas del mar de Máncora. Lo llevaba en la sangre. En la familia, todos estaban convencidos de que acudiría de inmediato al llamado del océano. En Jaco, Costa Rica, a pocas horas de empezar a competir en la tercera fecha del Circuito 2022-2023 ALAS Pro Tour, Catalina no puede evitar soltar una risita traviesa. Acaba de recordar lo que pocos saben y podrían creer. “A mí no me gustaba la playa”, confiesa al otro lado del teléfono.
A la campeona sudamericana de tabla, categoría Sub 10, Sub 12, Sub 14 y Sub 16, considerada por muchos como la precoz sucesora de Sofía Mulanovich, adentrarse en el mar le era tan desagradable como compartir una botella incluso con su madre o ensuciar sus zapatillas en el barro. “Me daba asco la arena. No me gustaba sentirla en mis pies y en mi cuerpo”, dice. Escrupulosa al extremo, recién a los siete años pudo superar, en parte, esa manía y aceptó surfear junto a su padre Julio Zariquiey. Mar adentro, acariciada con rudeza por las olas, podía olvidarse de ese tránsito inevitable por la orilla. “Pero solo quería dos olas. Aún no le gustaba mucho el mar —cuenta su madre, Matilde Vegas, atenta a la charla—. Todos los días iba por dos olas y luego se regresaba a casa”.
Sin proponérselo, los pasos de Catalina sobre la arena empezarían a ser cada vez más frecuentes. En la École Le Trampoline de Máncora, las clases de educación física podían tomarse dentro del mar y sobre una tabla. Pilar Irigoyen, maestra de surf para principiantes, se encargaría de aflorar su talento. Y una tabla de color morado, regalada por su padrino, acabaría por garantizar su ritual de iniciación. No pasaría mucho tiempo para que la genética hiciera lo suyo: a los nueve años, decidió inscribirse en el O’neill Pro Junior Series, válido por el título sudamericano Pro Junior 2018 de la WSL (World Surf League) South América. La apuesta era ambiciosa. En un torneo destinado para surfistas de hasta 18 años, una niña con bucles rubios y aversión a la arena no tenía ninguna chance. En la playa Lobitos, sin embargo, Catalina se ubicó segunda en el heat liderado por Sol Aguirre, cinco años mayor, y clasificó entre las ocho mejores. “Acabé quinta”, recuerda.
Ese fue el punto de partida. Julia Christian, esposa de Magoo De la Rosa, la ayudaría a perfeccionar su técnica, y, a partir de ahí, los trofeos empezaron a llenar su habitación. Con catorce años apenas cumplidos, Catalina no tiene apuros por alcanzar sus sueños. El más reciente ha sido recorrer las playas de Mentawai y Balí, a principios del 2023, como parte del campamento de Sibone Charters. Durante tres meses en Indonesia, pudo conocer las mejores olas del mundo. Agua transparente, corales, peces de colores. Un paisaje de fantasía. Acompañada de su padre, se atrevió a surfear la ola más grande de su vida. “Me daba un poco de miedo, pero decidí enfrentarme a ese miedo”, dice. Protegida por un casco, recorrió el gigantesco tubo sobre un arrecife. La adrenalina era proporcional al peligro de caer. Al salir, indemne y deslumbrada, sentía que aún temblaba.
Después de Mentawai no hay nada que temer. “Siento que tengo más conciencia para arriesgar más”, dice Catalina, quien ha logrado controlar mejor las dudas a partir del trabajo con su actual coach, Gabriel Aramburú, y su equipo psicológico. La timidez ahora solo está reservada cuando vive fuera del agua. La timidez, y también la modestia. Porque cada vez que Sofía Mulanovich surge como la medida de sus progresos, prefiere pensar en su propia historia. “Espero surfear al nivel de ella, pero no quisiera compararme”, aclara.
No hace falta ser como Sofía. Basta con desear lo que ella deseó, ser la mejor del mundo, y en eso Catalina sí se le parece. “Ya quiero empezar a competir en los QS (qualys del circuito mundial). En noviembre, además, es el próximo Mundial Junior ISA (International Surfing Association)”, dice. Aún no sabe si podrá competir, pero lo que sí sabe es que, al cumplir los 20 años, le gustaría decir que logró ser campeona mundial en las categorías Junior y Open, y que pudo participar en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 2028. ¿Por qué no? En unos días, en Jaco, Costa Rica, demostrará que está en la ruta correcta. Ganará el primer lugar de las categorías Sub 14 y Sub 18 del ALAS Pro Tour, y camino al podio sentirá que la arena bajo sus pies ya no se siente tan mal.
Aron Earl (18)
El hombre más veloz del Perú prefiere ir lento
Una mano pegada al piso, las caderas levantadas y sesenta metros por delante. Aron Earl corrió como si de eso dependiera salvarle la vida a su madre. Sí, por ella había decidido hacerlo. A los once años no tenía muy claro qué deporte practicar. Debía elegir uno. Había pensado en el tenis con algunas dudas, rechazado el fútbol porque le aburría y descartado la natación después de un año metido en una piscina. “¿Y por qué no haces atletismo? Tú eres bien rápido”, le había dicho su madre, Ayme Sáenz, antes de visitar el complejo del Instituto Peruano del Deporte (IPD) en San Juan de Lurigancho.
El grito del profesor Jorge Vega Araujo hizo que sus piernas cobraran vida sobre la pista atlética. “¡Fuera!”. No importó que llevara unas zapatillas negras de vestir con los pasadores a medio ajustar. Experto en el oficio de olfatear talentos, había podido notar algo en ese escolar de gesto melancólico del barrio de Bayóvar. Antes de verlo irse, decepcionado porque ya no había cupos para atletismo, le propuso hacerle una prueba. “Si eres apto, yo te entreno”, le dijo, y aceptó. Aron corrió entonces tratando de sacarse de encima el nerviosismo de sentirse observado. Corrió como sabía que podía correr. Corrió como en el colegio y como en el barrio, así como cuando le decían “asu, qué rápido eres”, pero incluso aún más rápido para acabar lo más pronto posible y hacer sonreír a su mamá.
“Tú te quedas”, le dijo el profesor. A Aron, introvertido desde la cuna, la alegría apenas y se le notó. Una o dos veces a la semana empezó a entrenar. A veces no iba. El talento para dar zancadas ágiles no alcanzaba para que lo tomara como algo serio. Algunos meses después, una competencia en Pachacámac lo hizo convencerse de su potencial. Sin entrenar mucho, pasó a semifinales y luego acabó primero en 100 metros planos.
La carrera la grabó su madre, y a partir de ese momento su vida tomaría un rumbo más definido. El estadio Chipoco de Barranco se convirtió en su nueva casa. No le importaba cruzar la ciudad tres veces a la semana. Los progresos podían medirse con un cronómetro. A los 16 años, bajó la barrera de los once segundos (10:99). La marca le valió para disputar el Sudamericano Juvenil de Asunción 2020. “No tenía ni idea de que se podía viajar por correr rápido. Fue mi primera vez en un avión”, recuerda Aron.
Recién ahí empezó a tomar en cuenta las marcas. Juegos de la Juventud 2022, en Rosario, 10:67, en semifinales, y 10:65 en la final con medalla de plata. Sudamericano Sub 18 del mismo año, en Sao Paulo, 10:63. Torneo Grand Prix Sudamericano 2023, en Cochabamba, 10:56. Para Rossío De la Cruz, su actual entrenadora y viuda de su descubridor Jorge Vega Araujo, la mejora responde al mayor ritmo de entrenamiento. La última marca es el resultado de los cuatro días de ensayos semanales impuestos a partir del 2023. “El año pasado, Aron batió los récords nacionales de la categoría Sub 18 en 100 (10.64) y 200 metros (21.95), y creemos que puede llegar a tiempos más relevantes”, dice.
La meta es arrebatarle el récord nacional Sub 20 (10:51) y absoluto (10:28) a Andy Martínez, el “Rayo” ya jubilado. Al ritmo galopante mostrado por su pupilo, todo es posible, aunque Rossío De la Cruz prefiere ir con cautela. Lo cierto es que, a sus dieciocho años, Aron Earl ya es el hombre más rápido del Perú, el segundo de toda Sudamérica en la categoría Sub 20 y uno de los mil seres humanos más veloces de todo el planeta.
“Veo que cada año que pasa voy mejorando la marca. Estoy con la mentalidad de lograr el récord absoluto y llegar a unos Juegos Olímpicos”, dice Aron, quien equilibra sus días sobre la pista atlética con sus estudios de gastronomía. En la cocina, prefiere no ir tan a prisa. Se toma su tiempo. Es un rasgo de su personalidad que los que mejor lo conocen han podido notar. “Para ser velocista, haces las cosas muy lento”, le han dicho más de una vez. Incluida la propia Rossío, quien, cada que camina a su lado, le pide que acelere la marcha. “Prefiero guardar energía para la pista”, se defiende Aron. Así como de pocas palabras, es de pocos pasos. Los suficientes para seguir bajando su marca. Los Juegos Bolivarianos Juveniles, en Sucre, Bolivia, a fin de año; y el Mundial Sub 20 de Atletismo, en Lima, en 2024, están en su agenda. Él lo sabe mejor que muchos: no por ir más rápido se llega más lejos.
Ximena Benites (17)
Una niña perdida en un campo de golf
“Creo que va adentro”, pensó Ximena Benites con la pelota de golf aún en el aire. El viento, esa mañana de marzo, no estaba tan pronunciado. El golpe, con su palo de hierro 9, le había permitido un tiro de 130 yardas (unos 118 metros). La elección no era casual. Entre los 14 palos que suele cargar en su bolsa, el elegido era propicio para un impacto más sólido. Los cinco segundos que vio volar la pelota sobre el campo del club Los Incas fueron suficientes para convencerse de que lo que le suele pasar a un golfista, con fortuna, dos veces en la vida, estaba a punto de sucederle a ella: un hole in one. Un hoyo en uno.
Las miradas, de inmediato, se posaron en la bandera del hoyo número seis. Un bote en el campo y adentro. Los que estaban presentes en el entrenamiento de la selección juvenil peruana de golf quebraron el silencio bucólico con una salva de aplausos. A pocos días de viajar a Cochabamba, Bolivia, para enfrentar el Campeonato Sudamericano Juvenil 2023, no podía ser otra cosa que una señal. Al menos lo era para Ximena, quien en nueve años como golfista jamás había logrado algo parecido. Desde aquella tarde de 2014, en la que decidió explorar el Golf y Country Club de Trujillo al finalizar sus clases de básquet, sin que sus padres supieran dónde estaba. Cuando la encontraron, descubrieron que había llegado hasta el campo principal del golf, en la parte más alejada del club, y que seguía con ojos perplejos los preparativos previos a cada golpe, y el viaje de las pelotas de un lado a otro en busca de una tarea imposible: ser anidadas en un hoyo de un solo tiro.
No tardó mucho en disuadir a sus padres para que aceptaran la invitación de un profesor de la academia de golf. En su caso, una clase le bastaría para convencerse de que era lo que había estado esperando. Cambió las pelotas de básquet por los palos de golf. Y al poco tiempo también se olvidó de la ropa de ballet, otra de sus actividades por aquellos años. Nadie en su familia había practicado golf, pero sintió que era un deporte hecho para ella: solitario y sin apremios. “Te exige mucha concentración. Y eso me gustó porque yo soy muy tímida y callada. Conectó muy bien conmigo”, cuenta Ximena.
El golf le enseñó a estar atenta a otros detalles. Intuir señales. Poco después del hole in one en el club Los Incas, viajó más segura y consiguió dos medallas de bronce en el Sudamericano Juvenil en Cochabamba, a nivel individual y por equipos. Ubicada en el puesto 303 del World Amateur Golf Ranking (WAGR), es la peruana mejor rankeada en el circuito no profesional. Y, a nivel local, lidera el circuito nacional de menores. Pero los avances no son solo suyos. Medallistas de oro, por equipos, en el Sudamericano Prejuvenil 2021, en Quito, y medallistas de plata en el Sudamericano Juvenil 2022, en Lima, una nueva generación de golfistas peruanas empieza a democratizar un deporte monopolizado, hasta no hace mucho, por los hombres. Camila Zignaigo, Idana Candusso, Aitana Tuesta y Ariana Urrea son solo algunas de las que han decidido cargar con un peso más simbólico y mayor a los quince kilos que suelen llevar en sus bolsas de golf.
“Las damas hemos mejorado mucho y hemos llegado a ser más competitivas que los hombres. Se ve reflejado en estar entre los tres mejores países de Sudamérica”, dice Ximena. El próximo paso podría ser la profesionalización. Seguir el ejemplo de Simone de Souza, la única peruana con ese estatus. En su caso, aún no lo tiene decidido. Su reciente viaje a Iowa, Estados Unidos, donde estudiará becada la carrera de ingeniería biomédica, ha pasado a ser su prioridad. “Aprovecharé para viajar a torneos en México, Bahamas y también Estados Unidos. Quiero ver si puedo manejar estudios y deporte en paralelo”, dice. Toca probar. En ocasiones, con el palo de golf adecuado la fortuna te elige dos veces.
Jesús Castillo (19)
Un campeón hasta el último paradero
Hubo un tiempo en que Jesús Castillo se acostumbró a mirar la Videna de San Luis a través de una ventana en movimiento. Cuando no podía correr sobre la pista de atletismo, aprovechaba los viajes en alguno de los buses de la línea Sol de Oro, que recorre la avenida Canadá, para imaginar cómo sería su participación en el estadio atlético durante los Juegos Parapanamericanos de Lima 2019. Tenía apenas catorce años y la etiqueta de promesa deportiva a raíz de haber logrado la marca clasificatoria (13:16) en la prueba de los 100 metros planos de la categoría T64 (atletas con prótesis en una pierna).
Los fines de semana, sin embargo, debía ayudar a su madre en el trabajo: cumplir la tarea de cobrador, como ella, desde Chuquitanta, San Martín de Porres, hasta el último paradero en Valle Amauta, su barrio en Ate. La prótesis de fibra de carbono en la pierna derecha ya lo acompañaba desde entonces. La vida no le resultaba sencilla, nunca lo había sido, pero el deporte podía lograr que dejara de pensar en su malformación congénita en el pie derecho como una limitación irremediable. Formar parte de la selección nacional de paraatletismo le daría una nueva perspectiva. “Conocí a muchas personas con discapacidad. Me ayudó a integrarme y a vencer algunas barreras y complejos”, recuerda.
Al principio, temió que el uso de una prótesis para correr lo volviera blanco de miradas hirientes y comentarios a media voz. El miedo al bullying lo paralizaba. Pero poco a poco entendió que no había por qué ocultarse. El quinto puesto en los Parapanamericanos de Lima lo hizo avanzar con más seguridad. Fue ahí, cuando menos lo esperaba, que la pandemia puso todo en pausa y haría que contemplara la Videna mucho más cerca que antes. Para continuar con su preparación deportiva y evitar traslados y gastos, decidió alojarse en el albergue para atletas y paraatletas de alto rendimiento. La única conexión con su familia fue a través de videollamadas. La distancia se sintió, pero una vez levantado el confinamiento pudo volcar todas esas emociones en la mejora de sus marcas.
Los resultados fueron paulatinos. A fines del 2021, en Ibagué, Colombia, se llevó doble bronce en 100 y 200 metros, apenas con 17 años, ante rivales veteranos. Y, ahora, a inicios de junio, ganó dos medallas de oro en los Juegos Parapanamericanos Juveniles de Bogotá 2023, lo que le aseguró la marca para estar presente en los Juegos absolutos de Santiago 2024. “Mi meta es llegar a ser campeón paralímpico —confiesa Jesús—. Aún me queda otro ciclo más por delante al que podrá llegar con 24 años. Los tiempos se van dando”.
Como único representante peruano en su categoría, se ha prometido a sí mismo mejorar la marca de los 200 metros (23:96). El próximo Campeonato Mundial de Paraatletismo, en Kobe, Japón, durante mayo de 2024, servirá para verificar sus progresos. Mientras tanto continuará con una rutina diaria y extenuante que incluye entrenamientos y clases en la UPC, donde recién acaba de empezar la carrera de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. “En todo este tiempo, he podido abrir la mente y darme cuenta de que una discapacidad no es una limitación”, dice. El viaje hasta el campus en Chorrillos lo hace cruzar media ciudad, pero eso lo tiene sin cuidado. Desde las aulas, espera perfeccionar su metodología de entrenamiento. En la calle, avanza sin prestarle atención a las miradas ni a los murmullos. Queda mucho recorrido por delante. Aún no se divisa su paradero final.
Bastian Pierce (14)
Un pequeño lobo marino asoma
Una ola monstruosa acaba de sacarse de encima a Bastian Pierce y su tabla como un mastodonte a una pulga. En las aguas de Kandui, al norte de las hipnóticas islas Mentawai, en Sumatra, Indonesia, el día soleado exhala una calma húmeda y contagiosa, pero debajo de las aguas el caos tiene la forma de un muchacho de catorce años que intenta desenredar de un arrecife de coral la pita dorsal que une su pie a la tabla. La turbulencia no le permite ver con claridad. El aire de sus pulmones disminuye y la desesperación de sus latidos aumenta. Una segunda ola amenaza con sepultarlo.
Bastian Pierce no está solo. Su padre y su hermano Dylan, apenas tres años mayor, han viajado con él hasta Indonesia para cumplir uno de sus sueños pendientes. Desde que Bastian descubrió la enormidad del mar en Taghazout, Marruecos, apenas a los tres años, su vida se convirtió en un eterno recorrido por las costas del mundo. Pudo haber nacido, por circunstancias familiares, en Fráncfort, Alemania, y vivido al pie de los Alpes en Ginebra, pero estaba destinado a seguir el rastro de la brisa marina, a donde fuera: Punta Hermosa, a los cinco años; Máncora, a los nueve, Panic Point, a los diez; Pico Alto, a los once; Pipeline en Hawaii, a los doce. No había ola que no lo sedujera.
Desde la orilla, su madre, Wilma Ehni, tuvo que aceptar esa búsqueda insaciable. Siempre con la angustia cosquilleándole la garganta. Aunque solo una cosa podía hacerla olvidar el peligro de verlo enfrentar al océano: su felicidad. “El amor que tiene Bastian por el mar es alucinante. En el mar es feliz como en ningún otro lado”, dice, como si pudiera observarlo bajo el sol. Wilma fue la principal testigo de sus progresos aún siendo niño: el primer torneo ganado en Máncora, el inicio de su formación en el club Regatas de Lima, la copa de campeón nacional Sub 10 y la medalla de oro en un sudamericano Sub 14. Inoculado con la tradición de una familia de tablistas, el agua era su elemento natural. “Siempre hemos estado en el mar y siempre ha habido una tabla cerca”, cuenta Wilma.
El viaje a las islas Mentawai, más que un capricho turístico, era parte de esa búsqueda. Las tres semanas en Indonesia, luego de ganar en 2023 el subcampeonato junior por equipos a nivel sudamericano y el campeonato nacional Sub 18 con apenas catorce años, resultaba un peldaño más en su mejora sobre la tabla. Sí, esa misma tabla que aún tiene la pita enredada en el coral. Bajo las aguas de Kandui, Bastian sabe que debe buscar la forma de salir a flote. Intenta concentrarse. El caos inicial no le ha permitido pensar, pero ahora busca en sus músculos todo lo aprendido en las clases de Beast Pool Training, de la mano de Gabriel Villarán y Rodrigo Jiménez: la mejora de la capacidad pulmonar y las técnicas de rescate le permiten al fin escapar del arrecife. A lo lejos, su padre y su hermano, aún desconcertados, ven asomar su cabeza.
“Nunca antes me había pasado algo así”, confiesa Bastian desde Indonesia. Apenas han transcurrido unos días desde el incidente, pero ya puede contarlo como una anécdota más. “Felizmente he estado entrenando para estas situaciones”, dice. Acostumbrado a nadar entre lobos marinos, cerca a la isla San Gallán, en Paracas, cualquier temor es insignificante frente a la necesidad de unirse al mar. La naturaleza salvaje del océano lo llama. Vestido de negro, con la piel lusotra de su wetsuit, y esa destreza innata para nadar, es capaz de mimetizarse entre las manadas de lobos dentro del agua. “Cuando eso pasa, me siento como uno más de ellos. Me siento más libre de lo normal”, dice.
Al regresar a Lima, retomará sus clases en el colegio Markham y una idea que cada vez le ocupa más los pensamientos: ser un surfista profesional. “Él te dirá que sí. Yo creo que tiene talento y un amor especial por el mar”, asegura su madre, convencida de que jamás se alejará de ese deseo de seguir descubriendo la mejor ola. A los catorce, nada le impide soñar. “Me gustaría llegar a ser uno de los mejores 10 en el tour mundial WSL (World Surf League)”, dice Bastian. Calcula que dentro de poco empezará a competir en el circuito internacional. Su madre no duda de qué así será. Un lobo marino siempre asoma.