Tras el triunfazo de la selección peruana sobre Venezuela, Pedro Ortiz Bisso señala que Gallese es el gran responsable de haber vuelto a la carrera hacia Qatar. El artífice de la victoria en Caracas lleva dreadlocks, usa guantes y, como el eslogan de un comercial de antaño, es garantía de confianza y seguridad.
Cuando Pedro Gallese estiró sus articulaciones hasta casi hacerlas crujir para desviar el disparo del venezolano Darwin Machís, quienes vamos por el mundo con la cabellera blanca y el abdomen algo desmondongado, insistiéndole a la pulpinería que aún no necesitamos el asiento rojo del Metropolitano, recordamos una escena: Don Masson frente a Ramón Quiroga en el Chateau Carreras, el 3 de junio de 1978. Escocia, como Venezuela hoy, estaba a un penal de hundir nuestros sueños. Pero el Loco, como Gallese esta tarde en el Olímpico de Caracas, no perdió la tranquilidad, esperó a su rematador sin cerrar los ojos y se lanzó sobre su derecha para desviar la pelota. Aún recuerdo el griterío delante del televisor en blanco y negro en la casa de mi abuela Irma. El mismo que hoy todo el Perú repitió.
El penal desviado por Gallese fue clave para esta victoria tan esperada como sufrida sobre un rival que, pese a sus múltiples problemas internos, buscó el triunfo desde el primer minuto sostenido en la presión alta y su insistente juego por las bandas.
Si algo explica este momento luminoso de la selección, nuevamente en carrera a Qatar 2022, es el excepcional rendimiento del arquero del Orlando City. Para definirlo sobran las palabras, pero me quedo con una: tranquilidad. Gallese manda y grita como si la cinta de capitán la llevara cosida en el brazo, sin que se le mueva un rizo aún en las situaciones más complejas. Sus compañeros no lo contradicen. Lo escuchan. Confían en él.
El partido estuvo lejos de ser redondo para la blanquirroja. Sobraron los errores en salida, Peña nunca encontró su sitio con y sin la pelota, y la zurda de Yotún volvió a sumar imprecisiones. Cuando jugamos largo, Venezuela agradeció el regalo y usó a sus lanzadores para hacer daño por las puntas. Cuando hicimos lo que mejor sabemos: tocar cortito, buscar los espacios, privilegiar el talento, sacamos diferencias por lejos. Así llegó el primer gol, luego de una combinación entre Lapadula y Cueva, que Carrillo transformó en un centro teledirigido para la cabeza del Bambino. El ingreso de Canchita, tras un inicio desconcertante en el complemento, le devolvió la vida a esa fórmula. El celeste, Christian y Trauco armaron un triángulo demoníaco que hizo destrozos por la espalda de Hernández.
Pero fueron solo momentos, como ha sido el andar de la selección en estas eliminatorias. A Gareca le ha costado encontrar centrales confiables —¡quién diría que Ramos sería uno de ellos!— y un sustituto del Orejas. Le ha ayudado, además, el crecimiento de Tapia —notable como hace unos días ante Bolivia— y mantener la confianza en Cueva (autor del segundo), a quien a un sector de la crítica y la hinchada les cuesta reconocer su calidad de jugador irreemplazable. Porque hasta Paolo —perdón Guerrero lovers— ha encontrado un sustituto en el voluntarioso e insaciable Gianluca Lapadula. En el fútbol peruano no existe un jugador con la habilidad ni la sabiduría con la pelota que se parezca a Christian Cueva. Es una virtud y una debilidad a la vez, por eso sus quiebres emocionales son tan determinantes en el juego.
La historia de la eliminatoria anterior parece repetirse. En el país donde siempre pasan cosas, de las crisis permanente, los presidentes en problemas y las guerritas congresales, el fútbol vuelve a darnos un espacio para el sosiego y la unión. Como ocurrió hace cuatro años, ojalá lo sepamos valorar. ~