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Canto ceremonial a nuestro San Naranjito

Su rechazo al color verde y la salsa pop de Marc Anthony hacen de Ricardo Gareca, el técnico trabajador que está por llevarnos a un Mundial luego de 36 años, un supersticioso de aquellos. Desde Madrid, dos peruanos, padre e hijo, se encomiendan, de madrugada, a la mascota de España 82: una furgoneta de juguete con el decorado de una naranja chaposa. Prohibida la incredulidad.

No solo fue el golazo de tiro libre de Guerrero. Tampoco la invalorable ayuda del arquero colombiano Ospina que al manotear la pelota validó el tiro directo que el árbitro había señalado como indirecto. Ni la ayuda de Brasil al vencer a Chile por 3 a 0, ni la de Venezuela por ganarle a Paraguay en su cancha. Ni siquiera fueron los cambios de Gareca que hicieron que el Perú pudiera mantener un poco más la pelota en el último tramo del partido.

No: no solo fue la suma de todo esto.

En el recuerdo de mi hijo y en el mío quedará también que hubo otro elemento decisivo para que hoy la selección esté a dos partidos del repechaje ante Nueva Zelanda para llegar a Rusia 2018.

Ese agente externo a lo que pasó en la cancha se llama Naranjito. San Naranjito a partir de ahora. Un carrito souvenir del último Mundial al que fue una selección del Perú. Un juguete original de España 82, vintage. Para nosotros, nuestra mantita de Linus, un objeto de apego. Pero también un amuleto, nuestro talismán.

No hace falta ser futbolero para saber que este deporte no se entiende sin las cábalas de los aficionados. A diferencia de otras supersticiones, hasta en eso el fútbol es un canto a la creatividad: cada quien se inventa las suyas.

Las hay alimenticias, como la de Filippo Inzaghi, que al salir a la cancha se comía una galleta dulce, de esas con formas o figuras de animalitos. O la variante maníaco-alimenticia, como la de Beckham, que tenía obsesión por preservar el equilibrio numérico en su refrigeradora: si había tres productos del mismo tipo, tiraba uno para que solo hubiera pares. También están las incómodas y malolientes, como la de Gattuso en Alemania 2006, que usó la misma sudadera durante todo el torneo; era verano, hacía calor y él sudaba y apestaba, pero al final valió la pena: Italia le ganó la final a Francia en los penales. En fin, la lista es larga y uno las podría seguir enumerando hasta las fechas del repechaje. Solo las cábalas de Gareca, su aversión al color verde y a las canciones de Marc Anthony, darían para un simposio.

En nuestro caso, San Naranjito nos cayó de regalo a principios de año. Las eliminatorias habían empezado en octubre del año pasado y el Perú había arrancado mal. Con tres derrotas y un solo triunfo de locales ante Paraguay, estábamos como en las eliminatorias de los últimos veinte años: mirando la tabla desde abajo y con tortícolis.

Paolo Guerrero, uno de los gestores del milagro peruano. ERNESTO BENAVIDES/AFP/GETTY IMAGES

Pero a mi hijo de tres años le entusiasmó el carrito de esa naranja sonriente con pantalones cortos y chimpunes, y algo hizo que yo interpretara su gesto como una señal. Los caminos al Mundial son inescrutables, me dije, así que a partir de ese día vi todos los partidos agarrado a él, o sea, a San Naranjito.

Pocas personas saben cuántas noches puse el despertador para levantarme a ver un partido a la 1:30 o 4:30 de la madrugada. Ver a la selección desde España pone a prueba cualquier vocación estoica. No solo por el madrugón, sino por las miserias futboleras que lo acompañan: ponerte unos audífonos para no molestar a nadie y no poder dirigir tus gritos más que al silencio.

Cabía, por supuesto, la opción de ir a un bar, los rituales de la tribu.

Pero, ¿y San Naranjito?

¿Actuaría con la misma eficacia fuera de mi casa, sin una manta que lo conservara caliente y lo protegiera de la mirada de los otros? O peor, ¿y si en medio de la barahúnda se caía y se rompía o se perdía por ahí? ¿Qué le iba a decir al día siguiente a mi hijo cuando le contara la crónica del partido en los apuros del desayuno soñoliento? ¿Catapún, ya no hay Naranjito? Imposible. Además de buen padre hay que ser un supersticioso consecuente.

El asunto es que la conexión San Naranjito-Gareca-Gallese-Yotún-Cueva-Flores-Guerrero-y-compañía empezó a funcionar, y así llegamos hasta ayer, cuando me armé de valor y le dije: “San Naranjito, hoy sales del clóset”. Y me lo llevé a un bar donde una docena de amigos y alguno que otro curioso entre los cientos de peruanos, colombianos, chilenos y argentinos que nos habíamos reunido ahí para ver los partidos en simultáneo fueron testigos de su prodigioso poder chamánico. San Naranjito presentado en sociedad.

Dos viñetas de Andrés Edery que sintetizan el lugar de Naranjito en la memoria colectiva peruana. ARCHIVO EL COMERCIO

Fue como una de esas fábulas bíblicas que tanto me gustaban de niño. Poco antes del gol, un amigo me preguntó: “¿Tienes bien agarrado al Naranjito?”. Sí, le dije. Y lo saqué y lo levanté dentro de mi puño y no lo volví a guardar. Poco después vino el golazo de Guerrero y, entonces, la locura.

Roberto Fontanarrosa es el autor del que seguramente es el mejor cuento de fútbol que nadie haya escrito jamás. Se titula 19 de diciembre de 1971 y narra la historia de unos hinchas de Rosario Central que secuestran al papá de un amigo, el viejo Casale, para llevárselo a Buenos Aires a ver el derbi Central-Newell’s que ese año definió el torneo argentino. El motivo del secuestro es una cábala: el Central nunca había perdido un partido con el viejo Casale en las tribunas del estadio. El talismán era el viejo. La mala noticia es que había sufrido un infarto y los médicos y la familia le habían prohibido el fútbol. Así, a rajatabla. Que no lo oyera ni por la radio.

Todo lo que hace falta saber sobre cómo este deporte nos vuelve al mismo tiempo niños y horda primitiva está en este cuento. No solo las cábalas que hacen que un hincha parezca un loco calato diciendo cojudeces cuando se atreve a enumerarlas. También los excesos de la pasión y el miedo a la derrota, y a la humillación de la derrota tras derrota cuando esta es la norma. “¿Sabés que te lleva eso, hermano, sabés que te lleva a eso?», pregunta el narrador del cuento de Fontanarrosa en su delirante afán por justificar el secuestro. «El cagazo. El cagazo, hermano, te lleva a hacer cualquier cosa. Como lo que hicimos con el viejo Casale. Porque si llegábamos a perder, mamita querida. Nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo. Nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro. No podíamos volver nunca más acá”.

Michael Parkinson, periodista inglés y durante décadas conductor de un chat show en la BBC que llevaba su apellido, ya había ironizado al respecto: “Cuando salga al caldero hirviente que será Wembley, no me habré sonado la nariz en diez días, llevaré puestas dos botas del pie izquierdo, el bolso de la suerte de mi mujer y el polo preferido de mi abuelo. Son mis amuletos. Sonará tonto, pero eso es lo que va a eliminar de la Copa al Liverpool y al Newcastle”.

Un hincha lleno fe en los techos colindantes a la Videna. ERNESTO BENAVIDES/AFP/GETTY IMAGES

Nuestro San Naranjito no incita a tales desmesuras. Al menos no por ahora. Ya veremos si llegamos a Rusia.

En lo que sí ha probado su eficacia es como conjuro ante la mezquindad de los que no ven en el repechaje ante Nueva Zelanda un motivo de alegría. O peor: de los que anoche mismo pedían que la selección se lanzara a la loca a tratar de ganarle el partido a Colombia. Como si ellos, los colombianos, no hubiesen probado en 79 minutos que tenían más físico y recursos para jugar mejor. Y también los nervios más templados.

No es la primera vez que veo la transformación de una selección peruana que pasa de jugar bien cuando nadie espera nada de ella excepto una actuación decorosa a sentir la presión de ganar partiendo —o creyendo los demás que parte— como favorita. Eso lo conocen bien los entrenadores y se le suele llamar seguridad, la seguridad que da un anaquel lleno de títulos. El que está acostumbrado a ganar le resulta “lógico” ganar justamente porque está acostumbrado a hacerlo. Y no es un galimatías.

A los periodistas e hinchas que no ven eso, o es que no ven fútbol más allá del que se juega en su barrio, o su bajeza les reporta algún tipo de ganancia que yo, al menos, desconozco. Yo los llamo periodistas o hinchas Butters. Sí, por Felipillo el Mantecas. Como si no supieran por ejemplo lo que le pasó al Sporting Cristal en la final de la Libertadores que perdió en 1997. O al Atlético de Madrid en las dos Champions que dejó escapar ante el clásico rival de su ciudad, que no por gusto acumula doce (y el Atlético, ninguna). O, sin ir más lejos, anoche mismo, a Chile cuando se fue “con todo” a procurar justamente ese gol (uno solo) que lo metiera en el repechaje y lo que pasó fue que Brasil acabó metiéndole el tercero ante su portería vacía.

De modo que están advertidos, el que avisa va de frente: San Naranjito seguirá aquí para alejar sus maleficios.

Anoche volví a casa pasadas las cuatro de la mañana. Con el ruido que hice desperté a mi hijo. Cuando se levantó y me vio vestido me preguntó si ya era hora de tomar desayuno. No, le dije, acabo de volver del partido del Perú. “¿Ganamos?”, dijo. No, pero casi. Tenemos medio pasaje para ir a Rusia. Nueva Zelanda no es Uruguay ni Argentina ni Colombia. “¿Puedo dormir contigo?”. Miré a su madre, a la que también habíamos despertado. Y nos acostamos los tres. Dos de nosotros teníamos agarrado a Naranjito.

Nuestro San Naranjito.

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