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Los anónimos de la Selección

Para cuestiones reglamentarias, el equipo de Ricardo Gareca está conformado por once futbolistas, algunos cuantos suplentes y el comando técnico. Son ellos los que asumen la fortuna o el fracaso de lo que ocurre en la cancha. Más allá de ese grupo protagónico, sin embargo, existen otros personajes que han construido una relación simbiótica con la Selección peruana. El locutor oficial del Estadio Nacional, el jefe de los recogebolas y uno de los vendedores más antiguos de la Tribuna Oriente tienen algo en común: aún en las sombras, han compartido derrotas y victorias en primera fila. ¿Cómo vivieron la clasificación al repechaje luego del 1-1 ante Colombia?

Cinco segundos antes de que Paolo Guerrero anotara el gol del empate ante Colombia, Mamerto Fachín se acomodó la corbata blanca sobre la camisa roja. Tenía un presentimiento. Por eso tomó el micrófono apagado y recordó lo que había preparado en secreto para romper el estricto protocolo que por más de quince años se dedicó a cumplir como locutor del Estadio Nacional. Desde su posición, cerca al borde del campo, en medio de las dos bancas de suplentes de Perú y Colombia, la decisión del capitán de la Selección peruana se podía leer en la postura de su cuerpo: le va a pegar al arco, pensó Mamerto Fachín.

Unos metros más atrás, Jorge el ‘Gordo’ Gálvez, estiró el cuello para ver el tiro libre por encima de las cabezas de los suplentes. El 1-0 en contra dejaba a Perú eliminado de la disputa por un lugar en el Mundial de Rusia 2018. Sin soltar la pelota de repuesto que llevaba consigo desde antes que empezara el partido, recordó que esa de gajos blancos, a la que le iba pegar el delantero, tenía el peso ideal para flotar por el aire e incrustrarse en el arco de David Ospina. Él mismo se había encargado de inflarla hasta que llegara a las doce libras: esa y las otras nueve en posesión de los doce recogebolas a su cargo. Como Mamerto Fachín y como la banca de suplentes peruana, presentía que Paolo Guerrero ya había decidido su suerte.

Al otro extremo del estadio, en la tribuna Oriente baja, Carlos Peña agarró fuerte la bandeja repleta de sánguches de pollo y vasos con Coca Cola. Producto de sus treinta años como vendedor en el Estadio Nacional aprendió a predecir las ondas sísmicas de un gol, esa peligrosa mezcla de furia contenida, angustia atragantada y falsa calma en los rostros de la gente. Con el rabillo de un ojo divisó el disparo por encima de la barrera colombiana y entonces hizo lo que siempre suele hacer cuando el rumor de una celebración empieza a crecer en la tribuna: se agachó prendido de su bandeja y esperó el terremoto. Como Fachín, como el Gordo Gálvez, como la banca peruana y como el estadio entero, sabía que el destino de esa pelota era irreversible.

La mañana previa al gol de Paolo Guerrero, Mamerto Fachín se despertó, como todos los días, a las 6 de la mañana. Rezó antes de quitarse el pijama y luego disfrutó de un baño sin apuros. Desde la noche anterior, ya tenía lista la camisa roja y el traje negro. En medio de su departamento de hombre separado en Surco viejo, se anudó la corbata blanca platinada. Al llegar a casa de su padre, con el desayuno aún caliente, solo usó las palabras necesarias. Hacía dos semanas guardaba un silencio estratégico. Había decidido cuidar la garganta para no sufrir un resfrío de última hora. Porque un locutor de estadio, como él, puede perderlo todo, menos la voz.

La voz del Estadio Nacional, Mamerto Fachín (68), ya lleva cuatro Eliminatorias acompañando a la Selección peruana. JORGE TELLO

Después de participar en los ocho anteriores partidos de la Selección peruana como local por las Eliminatorias, Mamerto Fachín (68) no quería arriesgarse a faltar al más importante de todos: el decisivo encuentro ante Colombia. Nunca se ausentó de un partido en los últimos cuatro procesos clasificatorios a un Mundial. Desde que en el 2002 llegó por invitación del entonces administrador del Estadio Nacional, con el pedido de locutar un Campeonato Sudamericano Juvenil, el micrófono lo acompañó siempre en la pista atlética, al pie de la cancha, sobre una mesa diminuta. Sin proponérselo se convirtió en la voz oficial del estadio más importante del Perú.

De pie, en la puerta principal del Nacional, Mamerto Fachín podría ser confundido con una celebridad. Los lentes ahumados y la corbata blanca sobre la camisa roja no le permiten pasar desapercibido. Los prendedores de la Federación Peruana de Fútbol y el Señor de los Milagros sobre la pechera del traje negro delatan sus dos principales lealtades. En medio de los hinchas que no dejan de llegar al estadio, el locutor saluda a colegas y algunos conocidos. Sus casi 40 años como periodista deportivo, desde que arrancó en el diario La Prensa de Pedro Beltrán, lo han convertido en un personaje habitual en los círculos más frecuentados del fútbol peruano.

–Hoy me dije: ‘voy de rojiblanco porque tenemos que ganar’ –dice con una correcta dicción.

La voz de Mamerto Fachín es grave, ligeramente rasposa pero agradable como una lija para uñas, eclipsada por ese ligero ahogo que amenaza con extinguirla, aunque se trate siempre de una falsa alarma. En la prueba de sonido ha resonado en los cuatro rincones del Nacional: serena, cotidiana, como el anuncio de la hora por radio, como el buenosdías a la mañana del panadero, como el recordatorio de las ofertas en un supermercado. Dentro de un par de horas, la voz de Mamerto Fachín deberá cumplir con escrupuloso cuidado el protocolo que exige la FIFA. Sin frases improvisadas, ni saludos. Todo lo lleva apuntado en un papel, aunque su memoria ya se adueñó de cada una de esas palabras.

–Señoras y señores, la Federación Peruana de Fútbol los saluda y les da la bienvenida al Estadio Nacional de Lima, Perú… Y les presenta el partido que por las Eliminatorias al Mundial Rusia 2018 protagonizarán las Selecciones de Perú y Colombia. Aaaalineaciones…

Antes de seguir, Mamerto Fachín interrumpe sus líneas de golpe. Es suficiente, por ahora. El rostro se le tuerce a causa de una sonrisa y emite una carcajada como sacada del interior de un cajón peruano. Se sabe parte del fútbol, del estadio, de una selección que representa un país. Así su labor parezca limitarse a la de un anunciador con guión, Mamerto Fachín es más que un grabador humano. En tiempos de digitalización y avances tecnológicos, un registro computarizado, similar al de Siri, podría reemplazarlo, jubilarlo ipso facto, pero algo hace que el locutor oficial del Estadio Nacional continúe tan vigente hasta el día de hoy: es una persona, no solo una voz.

–Es emocionante. Estar en la cancha, hacer esta presentación, sentir el aliento… Lo que muchos no pueden. Es un privilegio –dice Mamerto Fachín sin que la mayoría de los hinchas, que siguen entrando a la tribuna occidente, lo reconozcan con solo mirarlo.

Pero si su rostro es apenas familiar para periodistas, deportistas y trabajadores del Nacional, su voz se ha convertido en una marca registrada. Cada vez que abre la boca lejos de su hábitat deportivo, una ceja se levanta, una oreja se pone en alerta. “¿Usted no es el del estadio?”, “¡Su voz es inconfundible!”, le dicen en el taxi, en las bodegas, en los mercados. Mamerto Fachín asiente con la cabeza y repite siempre la misma frase: “Sí, soy la voz de la Selección”.

El locutor del Nacional rompió el protocolo tras el gol de Guerrero: el pedido de hurras se escuchó por los altoparlantes. ERNESTO BENAVIDES/AFP/Getty Images

Después de cuatro eliminatorias a cuestas, es la primera vez que llega al final de una con la ilusión intacta. Las canas le han permitido ver, aún muchacho, a la Selección peruana en México 1970, y, ya como periodista deportivo, en Argentina 1978 y España 1982. Pero ahora quiere cumplir el sueño de ser el que anuncie, a través de los parlantes del Estadio Nacional, la clasificación a un Mundial después de 35 años de frustraciones futbolísticas. Hace cuatro años, le tocó presentar el Perú-Bolivia sin hinchas en la tribuna, a causa de una sanción. El ambiente era de luto. Esta vez, ante Colombia, 42 mil ilusionados lo tienen inquieto. Mamerto Fachín espera que una victoria le permita romper el protocolo. Sí, por primera vez. La ocasión lo amerita, y él lo sabe.

–Así el comisario del partido me llame la atención.

Cuatro horas antes de que la Selección peruana llegara al Nacional, el ‘Gordo’ Gálvez salió de su casa en el Jirón Manuel Corpancho, caminó la media cuadra que lo separa del estadio, saludó a los guardias de seguridad y avanzó con paso apurado hacia el camerino asignado para el equipo de Ricardo Gareca. Como ha ocurrido en los partidos de las últimas seis Eliminatorias, debía cumplir con la rutina que exige su cargo: pedir las diez pelotas oficiales, todas de estreno, para inflarlas, cuidarlas y tenerlas listas justo antes que los equipos salgan a la cancha.

Desde la noche anterior, tras la reunión con el comisario del partido, tenía todo meticulosamente planificado: los 14 recogebolas y los 8 camilleros a su cargo debían presentarse a la 1 pm. De inmediato, uniformarse con las camisetas anaranjadas elegidas para esta ocasión. Luego, empezar a revisar el buen estado de las dos camillas y el correcto pesaje de las pelotas: entre 11 y 12 libras. Y, por último, preparar las banderas de la FIFA, del Fair Play y las de Perú y Colombia, que serían llevadas por los niños seleccionados por Coca Cola, también bajo su responsabilidad.

Aunque cueste creerlo, ser el jefe de los recogebolas no es una tarea menor. El ‘Gordo’ Gálvez (49) se ha acostumbrado a que la sola mención de su cargo genere esa extraña mezcla de descrédito y fascinación. Porque un oficio que implique ver un partido de fútbol y devolver la pelota cada vez que sale de la cancha debería alcanzar, a lo mucho, el estatus de hobbie. Muchos lo piensan. Pocos se lo dicen. Pero solo él sabe cuánto le ha costado llegar hasta este lugar.

De algún modo, el ‘Gordo’ Gálvez estaba predestinado a vivir pendiente de lo que ocurriera al interior de una cancha de fútbol. Nació y creció en la calle Mendocita en La Victoria, a la espalda del estadio de Alianza Lima, y durante su infancia hizo todo cuanto pudo para traspasar los muros de Matute y formar parte de lo que allí adentro pasaba: primero, limpiando los autos de los dirigentes, luego, como ayudante de cocina, después, como seguridad de la puerta de la avenida Isabel La Católica, hasta convertirse en cómplice de los futbolistas. De aquellos años le quedó el apodo de ‘Maradona’ Gálvez, luego de que un juguetón Marco Valencia le encontrara un parecido al ’10’ venido a menos, gordo, barbón y pelucón, de mediados de los noventa.

El ‘Gordo’ Gálvez (49), siempre con una pelota bajo el brazo, se encarga de dirigir a 14 recogebolas y ocho camilleros. JORGE TELLO

Sin proponérselo, empezó a quedarse detrás de los letreros colocados alrededor del campo y se dio cuenta que era útil alcanzando balones o escondiéndolos cuando era necesario. El ‘Gordo’ Gálvez acababa de cumplir 17 años cuando debutó como recogebolas. Si su memoria no le falla, cree que lo hizo por primera vez en un partido entre Alianza y Municipal, y desde entonces no paró. De tanto frecuentar estadios y codearse con los que organizaban el multicolor fútbol peruano, empezó a ser contratado por la Asociación Deportiva de Fútbol Profesional (ADFP). Poco a poco fue adoctrinando a un pequeño batallón de recogebolas semiprofesionalizados, que hacían palidecer a los improvisados recogebolas de los clubes, en su mayoría, adolescentes de las divisiones menores.

Durante la presidencia de Julio Velásquez Giacarini, en 2006, el ‘Gordo’ Gálvez se consolidó en el rubro de alcanzar pelotas. Fue enviado a algunas ciudades de provincia para evitar que los recogebolas locales perjudicaran a los visitantes. Aunque el vínculo con la ADFP no duró mucho, los clubes, que antes preferían a sus inexpertos juveniles, empezaron a llamarlo. “Ahí me di cuenta que lo hacía bien”, recuerda. Desde entonces, empezó a perfeccionar un método de trabajo y fijó criterios para el correcto comportamiento de un recogebolas profesional: cuanto más experimentado, responsable y concentrado, todo resultaría a la perfección.

Treinta años después de haber descubierto su profesión tras seguir el rastro de un balón, el ‘Gordo’ Gálvez regenta hoy un grupo de más de 70 recogebolas. Por él han pasado hasta futbolistas, como Jefferson Farfán (“aunque no quiera recordarlo”) y Reimond Manco. De los actuales, ocho son los más afiatados. La mayoría de ellos acaba de llegar al Nacional para el partido ante Colombia. Todos puntuales. Ya saben qué implica el trabajo: nada de distraerse con selfies, ni con mensajitos por celular. La concentración es clave en este negocio. Más si una clasificación está en juego.

–Un recogebolas experimentado puede manejar el partido. La mayoría no se da cuenta, pero el trabajo está. Somos parte importante del juego. Podemos provocar hasta un gol si es que permitimos que un lateral se cobre rápido –explica el ‘Gordo’ Gálvez.

Los diez seleccionados para el último partido de las Eliminatorias fueron anunciados entre ellos como si se tratara de una convocatoria de Ricardo Gareca. El denominador común: quemaron etapas. Al principio se foguearon en partidos escolares, luego en torneos de menores, hasta dar sus primeros pasos en el fútbol profesional. Muchos de ellos ya tienen varios clásicos encima y algunos cuantos partidos de Selección. Están acotumbrados a la presión de los arqueros visitantes, a los insultos de la banca rival y al miedo escénico de saberse observados por todo un país.

Exlimpiacarros, ayudante de cocina y seguridad en el estadio de Alianza, empezó como recogebolas a los 17 años. ARCHIVO JORGE GÁLVEZ

De todos modos, el ‘Gordo’ Gálvez los ha reunido por última vez para dar la charla técnica. La primera que se dará en el Estadio Nacional, mucho antes de la llegada de Ricardo Gareca y José Pekerman, técnico de Colombia. Les recuerda lo que ya saben: a los peruanos, pelota en la mano; a los rivales, en el piso, siempre que el marcador sea favorable; el ritmo de la camilla dependerá de cómo pinte el resultado, pero siempre tratando de cumplir con las exigencias de FIFA; parecer imparciales, aun siendo localistas; y, por último, nunca, pero nunca, olvidar recuperar las pelotas, aun si la cancha del Nacional es invadida a causa de una descontrolada celebración.

–Lo que sí me gustaría es que estas pelotas sean con las que Perú clasifique al Mundial –dice el ‘Gordo’ Gálvez horas antes de empezar el partido.

A las 10 de la mañana del día más esperado por la Selección peruana, el Estadio Nacional luce como casi siempre, excepto por la premura de los pasos de los que ingresan en él. Carlos Peña (50) es uno de los que acelera la marcha. Como otros 120 vendedores, tenía previsto llegar mucho antes del mediodía para alistar las porciones de pan con pollo y los vasos con gaseosa que venderá desde la tarde en Oriente baja. Sus 30 años de experiencia como expendedor tribunero le han permitido conocer al detalle el comportamiento de los hinchas de fútbol: se consume más antes del partido. Por eso la preparación no puede admitir demoras, ni malos cálculos.

A diferencia de las dos o tres veces que un hincha sube por la tribuna durante un partido, Carlos Peña lo hace más de 30. Sortear escalinatas forma parte de su jornada de trabajo. Antes de que las puertas del estadio se abran, ya ha subido casi diez veces para cerciorarse de que nada falte en su punto de abasto. Mientras la principal peocupación de Ricardo Gareca es encontrar la alineación ideal para traspasar la línea defensiva de Colombia, la de Carlos Peña es que los módulos de madera, cargados desde la explanada de la tribuna sur, estén colocados a lo largo de la tribuna de Oriente. Un partido a estadio lleno amerita ejercitar pantorrillas y muslos.

Si se trata de presumir de un buen estado físico, Carlos Peña no tiene nada que envidiarles a los seleccionados peruanos. Desde que empezó con la venta en el Estadio Nacional, en 1985 –justo el día de la marca de ‘Lucho’ Reina a Diego Maradona–, no ha desacelerado su andar menudo. Camina como si acabara de enterarse de una emergencia, con pasos cortos y sin demostrar cansancio. Por algo lo llaman Bip bip, en alusión al Correcaminos. Dice que siempre fue así, desde que empezó ofreciendo wafers en las altas gradas de la tribuna Norte. Aún recuerda al ’10’ argentino dominando una naranja, arrojada por un palomilla de Oriente. Por entonces aún era capaz de distrarse con lo que pasaba en la cancha y a la vez vender el íntegro de sus productos. Ahora, toda su energía está destinada a subir y bajar escalinatas con una bandeja en la mano, aunque admite que estar al tanto de la pelota es parte importante de su trabajo: un mecanismo instintivo.

–Hace unos años en el estadio Gallardo me agarró una avalancha después de un gol y me saqueron todo –recuerda con una sonrisa de resignación.

Carlos Peña (50) lleva 32 años como vendedor en la tribuna de Oriente en el Nacional. ARCHIVO CARLOS PEÑA

Alguna vez Carlos Peña fue un afiebrado hincha de Univeritario. Tenía una camiseta crema en casa y veía los partidos con atención de espectador. Pero, a partir de 1994, cuando se convirtió en Testigo de Jehová, entendió que la única devoción se la debía a Dios. Eso no evitó que siguiera yendo al estadio a vender en la tribuna. De los wafers en Norte pasó a los sánguches de asado en el coliseo Sol y Sombra de La Victoria. Hasta que la dueña del negocio le dio la oportunidad de ir a Oriente del Estadio Nacional. Allí entendió que la tribuna era más consumista que futbolera y que una fórmula resultaba siempre infalible: a más goles, más soles.

Muchas cosas han pasado desde entonces. La asociación de la que formaba parte se desintegró luego de que una bengala impactara en la cabeza del hijo de una trabajadora del estadio. Ahora depende de una concesionaria, pero no se queja. A la par de su trabajo como sanguchero itinerante de tribuna, ha consolidado un negocito como ambulante en San Juan de Miraflores, el distrito en el que vive. Sus ingresos han aumentado y, en parte, eso se debe a la Selección peruana.

–Aquí a todos nos conviene que Perú siga adelante –dice Carlos Peña, camisa negra remangada por encima de los antebrazos, chaleco plomo de lana y zapatillas gastadas de tanto ir y venir.

No le falta razón. Paga 50 soles por el derecho a vender en la tribuna y en días como este, en los que la Selección ilusiona, puede llegar a ganar 600 soles. Apesar de que ve el fútbol con otros ojos, se considera un simpatizante del equipo de Ricardo Gareca. Y es que le ha tocado presenciar el cambio de actitud de los hinchas. De tanto mirarlos en la tribuna se ha dado cuenta de que algo es distinto a otras Eliminatorias: de la habitual apatía, mezclada con desesperanza, han pasado a una contagiante expectativa que incluso puede llegar a conmover a este hijo de apurimeños, que en sus días libres prefiere salir a predicar la palabra de Dios antes que ver un partido de fútbol.

Acabado el primer tiempo, el marcador indica 0-0. En la cancha, Perú y Colombia han jugado con el cuidado cálculo de una partida de ajedrez. En la tribuna, Carlos Peña sonríe por su buena fortuna: ya lleva vendidas las tres cuartas partes de sus productos. Más de 30 sánguches de pollo y 35 vasos de Coca Cola. El segundo tiempo suele ser más flojo en ventas, pronostica con seguridad. En lo que respecta al partido, en cambio, pocos se atreven a dar un resultado.

–¡Tres hurras por el Perú! –vocifera Mamerto Fachín con la voz afónica. El protocolo de la FIFA importa tres rábanos cuando se regresa a la vida con un gol milagroso. Siente la mirada del comisario, pero a estas alturas mantenerse impacible es inhumano.

El Estadio Nacional es un hervidero. Desde las cuatro tribunas, responden a su llamado. El formidable tiro libre de Paolo Guerrero ha despertado a millones de una pesadilla con final ya conocido. Mientras la celebración todavía no cesa, en Oriente, Carlos Peña se pone de pie con mucho esfuerzo: sus sánguches y sus vasos de gaseosas están a salvo. Al otro extremo, al borde de la cancha, el ‘Gordo’ Gálvez envía indicaciones muy precisas a sus 14 recogebolas y a sus ocho camilleros: a partir de ahora, toca estar al ritmo de lo que decida Ricardo Gareca. Nada de apuros. Nada de distracciones.

Los minutos pasan. El suspenso aumenta. Desde la radio portátil de un médico, desde el celular de un recogebolas, desde los audífonos de un camarógrafo a ras de cancha, llegan las noticias de Asunción y Sao Paulo. Venezuela gana 1-0. Chile pierde 3-0. En las tribunas festejan cada anuncio. En la pista atlética, nadie quiere sentarse. Antes de que Mamerto Fachín anuncie su cambio, Radamel Falcao protagoniza la escena que luego dará la vuelta al mundo: el delantero le avisa a los jugadores peruanos que el 1-1 les conviene a ambos. Ya sea por calculada coincidencia o por sentido de sobrevivencia, ninguno de los equipos decide arriesgar. Solo restan segundos. Las dos bancas de suplentes piden a gritos que el partido acabe. Mamerto Fachín también aguarda el final: quiere volver a salirse del protocolo y anunciar el pase al repechaje. El ‘Gordo’ Gálvez se debate entre dejarse llevar por el júbilo o preocuparse por recuperar las diez pelotas. Carlos Peña ya se imagina las ventas en el partido ante Nueva Zelanda. El país entero pende de un hilo.

En medio de los 42 mil espectadores que vivieron el empate 1-1 ante Colombia, Fachín, Gálvez y Peña pasaron desapercibidos. FERNANDO SANGAMA

Media hora después del pitazo final del árbitro Sandro Ricci, Mamerto Fachín y el ‘Gordo’ Gálvez se cruzan en la puerta del vestuario peruano. Ambos ven cómo Ricardo Gareca saluda a cada uno de los jugadores con un apretón de manos y una mirada sincera. La ronquera del locutor del Estadio Nacional es indisimulable, la molestia del jefe de los recogebolas también: el réferi principal se ha llevado dos de sus pelotas como recuerdo, y ya no hay forma de recuperarlas. Pero, así como Mamerto Fachín se resignó a no anunciar el quinto lugar de Perú por advertencia del comisario, el ‘Gordo’ Gálvez está dispuesto a superar la pérdida. Al menos por esta noche, no hay espacio para las amarguras.

Afuera, en la puerta de la tribuna Oriente, ya casi no quedan hinchas. La Vía Expresa luce vacía. Carlos Peña va de un lado a otro, cargando botellas de gaseosa y cajas de madera. No lo puede ocultar: el trabajo ha sido intenso, pero está animado por el resultado y por la gente. Le gustaría que la Selección peruana llegue al Mundial, aunque no grite los goles. Sí, porque en 30 años de trabajo, Carlos Peña jamás ha celebrado un gol en el estadio. Ni el de Paolo Guerrero de esta noche.

“Nunca, nunca”, le dijo hace unos días a un amigo incrédulo. Misterioso el fútbol: a veces la alegría, incluso la más exorbitante, prefiere mantenerse en el anonimato. ♦

Foto de portada: Fernando Sangama

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