Para algunos, héroe nacional; para otros, un hombre con el optimismo de un vendedor de Herbalife. Angelo Torres Zevallos explora la ambivalencia con la que algunos definen a Ricardo Gareca, uno de los técnicos más exitosos en la historia de la selección, que se juega mañana ante Venezuela otra final para seguir en el podio de los corazones de los hinchas.
Uno de los diez mejores técnicos del mundo del 2019 según la FIFA estaba en su casa viendo a sus nietos en Tapiales, cuando debía estar de frac en Milán viendo cómo ese técnico con look de científico loco llamado Jürgen Klopp se quedaba con el premio. Ricardo Gareca prefirió quedarse en casa, de repente, por una mezcla entre humildad e incredulidad. Postulado por llevar a Perú a la final de la Copa América 2019 un par de meses antes, algo que no ocurría hace 44 años, Gareca tomaba distancia a más de 11 mil kilómetros de la pompa y los reflectores. Un protagonista que a veces prefiere ver todo desde un rol secundario.
A pocas horas de un duelo vital de eliminatorias, Gareca vuelve a estar nominado entre los mejores técnicos del mundo dos años después, esta vez por la Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol (IFFHS). Probablemente el entrenador argentino haya esbozado una pequeña sonrisa y luego regresó la mirada a la pizarra táctica pensando en cómo romper una racha que ya tiene 24 años: no ganar en territorio vinotinto.
La supuesta cenicienta de Sudamérica, en realidad, es el villano preferido de Perú en los momentos cumbre. Nos ha costado sangre, como el color de su camiseta, poder raspar un buen resultado. Y ahora el contexto nos obliga a tener un rush final sin errores en esta maratón llamada eliminatorias, a recrear un deja vú de ese 2017 perfecto. Están los que alimentan su fe con estampas y oraciones, y también los que tienen como objeto fetiche una calculadora y son amantes de las fórmulas matemáticas.
Gareca para algunos puede parecer tener el optimismo de un vendedor de Herbalife o las palabras precisas de un coach, pero dentro de su mensaje para el exterior también hay otro para el grupo, su grupo. La frase “yo creo en el jugador peruano” quedó impregnada como un mantra que contagió hasta a los más pesimistas. Acostumbrados a vivir entre la humareda del “yo tengo un sueño”, un técnico con un ahijado, otro que creía que tenía fantásticos, de pasar por los carbones de la motivación, jugar a las escondidas en un hotel con vista a un campo de golf y una magia que nunca apareció, llegamos a un técnico que creó —y creyó en— un equipo antes que en nombres puntuales.
Ahora le toca nuevamente desafiar a la lógica y a las estadísticas para tentar una clasificación que lo ponga a nivel de héroe nacional o que por lo menos nos obligue a cambiar de nombre a la avenida Argentina. Gareca, el arquitecto de nuestros sueños más recientes, no será vacado de su puesto porque tiene la espalda ancha después de convertirse en el técnico con más partidos en la selección y también es uno de los más exitosos de la historia. Pero lejos de hipérbolizar lo conseguido, el martes en 90 minutos nos jugamos el seguir creyendo en Gareca, y también en nosotros mismos.
Algo así como Donny Neyra cuando compró el apelativo del ‘Riquelme de Ate’. O como Cueva, quien se convenció de que era su hijo putativo y que podía tener tanta libertad como Run Run dentro de la cancha, aunque algunas veces también le haya tocado estar en cautiverio. Gareca te convence. Sino pregúntenle a Yotún, al que liberó de la prisión de estar pegado a una raya para dominar todo el campo. Gareca nos ha convencido de que somos mundialistas, un concepto que se volvió tóxico hace solo unos meses, pero que no dejará de ser real hasta que estemos eliminados. Por ahora, nadie quiere pensar (aún) en ese multiverso.
Las contradicciones de un técnico formado en la adversidad
¿Quién es en realidad Ricardo Gareca? Es el técnico zen que daba mensajes motivacionales a la población peruana sabiendo su rol casi mesiánico durante la pandemia, pero que hace unos años puteaba a uno de sus exjugadores —Juan Diego González Vigíl— porque le celebró un gol en la cara. También el que era expulsado por botarle la tarjeta a un árbitro y se quedaba sin jugar dos meses en el torneo argentino en su época de jugador, pero que ahora se apunta a la sien con su famoso ‘pensá’ pidiendo inteligencia emocional.
Es el que logró que la barra de River Plate y Boca Juniors, los clubes argentinos más pasionales del país de las pasiones, se unieran para criticarlo por una transferencia que fue considerada una traición. Es el que se puso la camiseta del Torino, tuvo ofertas de España, Italia, Alemania, pero se quedó en Argentina y ahora le pide a sus jugadores que elijan la mejor liga. A veces terminamos siendo alguien muy distinto al que fuimos.
Todos ellos son Gareca. Aunque abunden las contradicciones. Todos las tenemos. El que lo niegue, que tire la primera piedra frente a su propio espejo.
Es cierto: dejó afuera a algunos futbolistas por no jugar, pero otros que tampoco lo hacían igual estuvieron en la lista —y en la cancha—. Se equivocó en los cambios como parte del aprendizaje de un técnico de club que da el salto a la selección. Confió para luego desconfiar por algunas indisciplinas que tuvieron consecuencias como castigos y ausencias largas.
Gareca se dio cuenta del rol que cumplía. No era solo un técnico, no solo influía dentro de la cancha. Era un activista, primero sin saberlo y luego asumiendo su papel. Se convirtió en un orador con maestría, donde no solo hablaban las palabras sino también los gestos. Las conferencias de prensa eran esperadas por el contenido de una persona con una aprobación que los políticos solo pueden soñar (llegó a 99%).
El cabello siempre largo como sello, una cuestión de look, pero que también oculta el miedo de quedarse calvo. Todos le tememos a algo. “No le tengo miedo al paso del tiempo, a la vejez, a las arrugas, pero sí a la calvicie”, decía en una entrevista con Mónica Delta. Que se le caiga un poco de cabello podría asustarlo más que una derrota. Siempre fue al mismo peluquero en Argentina, aquel que le hacía rayitos en su época de jugador sin que lo sepa o por lo menos apruebe.
Gareca es el técnico que toca el vestido de una novia porque da suerte, el que aleja el color verde de su vista, el que apaga la música cuando escucha a Marc Anthony o el que espera que todos los que fueron en la ida en un partido que ganó, regresen también en el bus y en los mismos asientos. Cábalas para algunos, manías para otros. Todo parte de ese ‘folklore’ dentro del fútbol, pero que es más una anécdota que algo determinante. El buzo de entrenador aparece como inherente y verlo con jean y polo rockero parece extraño, más todavía con camisa y saco, como lo hizo en su presentación en el lejano 2015, en su debut en un amistoso poco vistoso ante Venezuela. Justo el rival que se vuelve a cruzar en su camino ahora y con el que también volverá a estar con saco y camisa.
Eso sí, algunas cosas no cambian con el tiempo, como celebrar con los brazos abiertos y levantados, antes como jugador y ahora como técnico. Es identidad, no poca inventiva. Gareca es una historia de amor constante que empieza una y otra vez. Como su hinchaje por Vélez desde niño, potenciado por ir a la cancha con su padre, una figura omnipresente en su vida y al que le dedicó su primer título en Liniers. No pudo celebrar tampoco con el short de jugador, pero sí con el buzo de entrenador. Otro círculo que se vuelve a cerrar.
Quería ser ídolo en Boca, pero le tocó una etapa difícil, y cuando se fue, volvieron a brillar sin él. Puso el pecho por el proceso de Bilardo y anotó el gol de la clasificación al Mundial, pero terminó fuera de la lista. Perdió tres finales seguidas de Copa Libertadores con el América de Cali, pero nunca dejó de ser un optimista. Algunos hablaban de mala suerte, pero el carácter se forma también desde los tropiezos o golpes, en la adversidad.
Desde el banco de suplentes ha ganado más títulos que en la cancha. Cuatro de ellos con Vélez, uno con Universitario, su carta de presentación para que Juan Carlos Oblitas, director deportivo de la Federación Peruana de Fútbol, apueste todas sus fichas por él. El Ciego vio en Gareca un reflejo de lo que era como técnico, alguien cercano con el jugador y que podía potenciar planteles. Que sabía trabajar en carencia. Por eso entregó su espalda para sostener el proceso en momentos complicados y se convirtió en el vínculo que lo une a la Federación, incluso más que los presidentes.
El martes, Gareca pone en juego nuevamente su prestigio, con la chapa de mundialistas y el habernos acostumbrado a sentirnos ganadores. Él creyó en nosotros antes que nosotros mismos. Ahora es momento de creer que hemos recuperado la memoria, como en el primer tiempo ante Bolivia. Y, para los que son supersticiosos, Gareca ya tocó el vestido de una novia en el hotel de la selección para la buena suerte. Solo por si acaso.