Luego de una espera de 70 años, el Atlas consiguió el título en México para acabar con una ‘maldición’ que impidió a muchos hinchas ver a su equipo levantar el trofeo. El periodista mexicano Alberto Aceves narra lo que pasó en el Estadio Jalisco, que fue como una ranchera de amor para los que ya no están, pero siguen con nosotros.
Julio Furch toma la pelota y la aterriza en el manchón penal, mirando de reojo al portero del León. En las tribunas del Estadio Jalisco, un joven aficionado rojinegro narra cada movimiento del delantero del Atlas. Lo hace para don Pepe, su papá, un hombre de 60 años que nació sordo y vive en un mundo a oscuras por una enfermedad llamada Síndrome de Usher. Don Pepe se apoya en los ojos y voz de Adrián Loera para entender qué es lo que está pasando en la final por el campeonato.
“¿Fue gol?, ¿fue gol?”, pregunta don Pepe con insistencia, en un grito que se pierde entre miles de gargantas. Si bien cada señal cuenta para que se imagine ese mundo ajeno, el abrazo de Adrián lo explica todo. “¡Gooool, goool! ¡Campeones! ¡Somos campeones, papá!”. Menos de once segundos antes, el reloj en la ciudad de Guadalajara marca las veintitrés horas y veintiún minutos del 12 de diciembre.
Mientras otros corren, se abrazan y miran al cielo, don Pepe llora despacio. La última vez que vio una final del Atlas fue en junio de 1999, cuando el Toluca de José Cardozo, Fabián Estay y Carlos María Morales les ganó 5-4 en una épica definición por penales. Meses después, los partidos comenzaron a ser más borrosos.
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“Yo no veía que metían gol, pero sentía que la gente celebraba. Y me contagiaba, me levantaba. Sentía esa vibración por ser del Atlas”, dice, en medio del sonido amable de la victoria y la fiesta. Orgulloso de esa fe doliente pintada de rojo y negro, que ha implicado tragarse derrotas a puños —año tras año— desde 1951. Alrededor del campo, cincuenta y seis mil personas siguen la carrera infinita de Furch con los brazos en alto. Setenta años, siete meses y diecinueve días para esto.
El Atlas era equipo atado a la fatalidad de no salir campeón, de pelear por no descender, la quiebra o la costumbre de perder en los minutos finales. A don Pepe, sin embargo, hay cosas que ya no le asustan, porque siente que de alguna manera lo ha vivido todo: la quiebra, el dramatismo, ese milagro que no llega. “Le voy al Atlas hasta cuando gana”, decía Ney Blanco de Oliveira, compadre y amigo de Pelé, con un jorongo rojinegro y contando una época. “Ahora —dice don Pepe— este estadio se convirtió en nuestro jardín”.
Los jugadores, inmóviles en el centro del campo, aún no saben exactamente qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre. Ya no son los tiempos en que los aficionados apelan al gol de Edwin Cubero para revivir momentos gloriosos. Pero es momento de agradecerles. Los relatores se despegan de sus asientos en las cabinas de transmisión y recuerdan los nombres de ‘El Inglés’ Córdoba, Felipe Zetter, Berna García, ’El Pistache’ Torres, Ricardo Chavarín y Pepe Delgado, mientras los más viejos se abrazan.
CELEBRAR CON LOS QUE YA NO ESTÁN
Las lágrimas son por los padres y abuelos que no pudieron estar con ellos. Por los atlistas de los 50 que murieron gritando “¡mil veces arriba el Atlas!”, para que sus hijos también abrazaran los mismos colores. Adrián, como su hermano Omar, se sabe aquel equipo campeón de memoria. Su papá les transmitió el cariño y no pueden renegar de su ADN. A unos metros de allí, en la parte alta del Estadio Jalisco, un hombre abraza con fuerza la fotografía de una señora con la camiseta del Atlas. El joven se llama Christian y la mujer de lentes oscuros, que celebra en el cielo, es su madre.
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“Le prometí traerla al estadio si llegábamos a la final”, dice, pero la garganta se cierra y no puede decir más. La televisión muestra imágenes en video con caras felices. Aquel y aquel y el otro son Christian, y también don Pepe. Porque también lloran y miran al cielo buscando a algún ser querido para cumplir su promesa. El Atlas es el cofre de una memoria colectiva, un matrimonio en el que la Luna de Miel se postergó más de 70 años.
Al gol de Edwin Cubero en la temporada 1950-51 le sigue una evaporación. Como si se hubiera tratado de una poción mágica, todo lo que viene después de esta noche es la nada: un desierto en el que se caminaba y se caminaba y siempre se llegaba al mismo lugar. El penal de Julio Furch, el quinto de una serie en la que sólo falló el capitán Aldo Rocha y el portero Camilo Vargas atajó dos veces (4-3), sirve como una vía de escape para esos años en color sepia.
Padres y abuelos hablaron de las leyendas de los amigos del balón, de La Academia, del toque exquisito y el trato amoroso con la pelota. Esperando que un día algún un entrenador entienda ese sentimiento y reviva el ideal del buen aficionado atlista. La espera termina con Diego Cocca, el argentino que hizo dupla con Pablo Lavallén en el último equipo de los Zorros que llegó a una final. Por eso el gol de Furch inaugura sin quererlo la reproducción continua, una vanguardia de YouTube. Es el zurdazo que hará más leve la espera por un nuevo campeonato.
Y ahí entran a escena los otros héroes de esta final. Desde Camilo Vargas hasta el peruano Anderson Santamaría, el hombre que da vueltas en el mediocampo con la bandera del Perú y quien elegido como uno de los dos mejores zagueros de la Liga MX. “La maldición sólo podía terminar así: A lo Atlas”, escribirá después la prensa deportiva, con la imagen del portero Rodolfo Cota y el resto de los jugadores del León rendidos, y el trofeo en manos de Aldo Rocha.
A las cero horas y treinta y nueve minutos del 13 de diciembre, don Pepe baja las escaleras del estadio y lo reciben algunos integrantes del staff rojinegro, para que celebre el título con los jugadores. Lo acompaña su hijo para contarle quiénes lo abrazan y lo saludan, y le dejan tocar el trofeo. “Esto también es de ustedes”, le dice Diego Cocca. Y cómo no mirar también al cielo. ~