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La política del autogol

Los peruanos han vivido las últimas dos semanas con la angustia en la garganta a causa de la selección y el gobierno de Castillo. ¿Cómo es posible que los goles del ‘Oreja’ Flores convivan con un panorama político tan convulso? ¿Por qué el liderazgo de Gareca en la Blanquirroja no se parece al que ejerce el presidente desde Palacio? El escritor y periodista Raúl Tola analiza este contradictorio presente al milímetro.

Están por cumplirse los 69 minutos del segundo tiempo. Perú ha tenido el partido cuesta arriba desde el arranque, con el sorpresivo gol del delantero ecuatoriano Michael Estrada a los 2 minutos de juego. Pero un pase de Renato Tapia encuentra a Luis Advíncula por la derecha del ataque peruano. El marcador de punta del Boca Juniors la baja de cabeza para Alex Valera, quien porfía con dos defensas rivales. Después de un rebote, la pelota queda justa para que Advíncula temple un centro que encuentra solo a Edison «Orejas» Flores. El pequeño delantero zurdo de apariencia quebradiza y gesto ingenuo se eleva, conecta un frentazo que se hunde en el arco defendido por Hernán Galíndez y decreta el empate. Seguimos dependiendo de nosotros para clasificar al Mundial de Qatar 2022.

En ese momento, a poca distancia del Estadio Nacional de Lima, ocurre algo muy distinto. Mientras el país se abraza para celebrar el gol de Flores y se prepara para sufrir los veinte minutos restantes (¿podremos defender el empate?, ¿lograremos el milagro de la remontada?, ¿Ecuador se pondrá otra vez adelante?), una coalición de Renovación Popular, Fuerza Popular, Perú Libre y Avanza País consuma el golpe más artero que la reforma universitaria sufrió en los últimos siete años, aprobando en primera votación el dictamen que dinamita a la Sunedu, neutraliza su rol supervisor al incorporar a representantes de las universidades en su consejo directivo y le arrebata el poder de licenciar carreras y facultades.

Al mismo tiempo, mientras las tribunas siguen vibrando y la selección se apresta a resistir los embates ecuatorianos, el ministro de Justicia Aníbal Torres dispone la destitución de Daniel Soria, procurador general del Estado. Soria venía de denunciar al presidente Pedro Castillo ante Zoraida Ávalos, Fiscal de la Nación, por los ascensos militares irregulares y por dos casos señalados por la intervención de la ubicua lobista Karelim López: la concesión del Puente Tarata III y la adquisición de Biodiesel a la empresa de Samir Abudayeh, luego de una reunión en palacio con Hugo Chávez, presidente de Petroperú. La fiscal Ávalos había acogido las denuncias del procurador y dispuso abrir una investigación preliminar contra Castillo, pero, a continuación, emitió una resolución que la dejaba en suspenso mientras fuera presidente de la República. Haciéndose eco de un pedido de la defensa jurídica del presidente, la respuesta del ministro Torres fue salir a la prensa para amenazar al procurador Soria con la destitución, lo que finalmente ocurrió, como en el caso de la contrarreforma universitaria, cuando el país estaba distraído por el fútbol.

EL «BARRANQUILLAZO» DEL INTERIOR

Pero la crisis política era mucho más profunda y venía de antes. Se había desatado en toda su magnitud el viernes 28 de enero. A las 4 de la tarde de ese día, Colombia recibió a Perú en el estadio Roberto Meléndez de Barranquilla y lo sometió a un angustioso asedio, que se tradujo en un 70% de posesión de la pelota. La combinación de falta de puntería de los delanteros colombianos y solidez de la defensa peruana (con soberbias actuaciones de Aldo Corzo, Alexander Callens y el arquero Pedro Gallese), hizo que el tiempo pasara con el marcador en blanco. Faltando cinco minutos para el final, Christian Cueva recibió un pase de André Carrillo, de un quiebre tumbó al volante Wilmar Barrios y, apenas cruzó el mediocampo, filtró la pelota entre un bosque de piernas colombianas para habilitar a Edison Flores, que picaba al vacío ante el descuido de Jerry Mina. El «Orejas» recibió perfilado, entró al área y soltó un zurdazo que se coló por el palo derecho ante la débil reacción de David Ospina. 

La euforia por el resultado —que ponía cuarta a la selección, a tiro de piedra de un cupo a Qatar 2022, luego de unas eliminatorias donde parecía desnortada— hizo que los peruanos se volcaran a celebrar a las calles. Vestidos con camisetas blanquirrojas y afónicos de tanto gritar, saltaron, bailaron al ritmo de la guitarra y el cajón, revolearon banderas, hicieron tronar las bocinas y secaron los vasos de cerveza.

Ese ambiente de fiesta que se vivía en todo el Perú no consiguió infiltrarse en Palacio de Gobierno. Escenario de ásperas confrontaciones y frecuentes puñaladas por la espalda, el sentimiento que reinaba en sus salones y pasillos se parecía más a la pesadumbre que reinaba entre los colombianos luego de la derrota inesperada y dolorosa de esa tarde.

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En esos momentos se vivía el final de una amarga confrontación entre el ministro del Interior, Avelino Guillén, y el comandante general de la policía, Javier Gallardo. Como lo explicó una serie de informes de IDL-Reporteros, ambos venían sosteniendo un intenso enfrentamiento que se desató cuando Gallardo presentó la lista de pases al retiro de oficiales. Considerando que se sacaba a algunos de los oficiales más competentes de la institución, Guillén la objetó y pidió que fuera rehecha. En lo que fue un acto de abierta insubordinación, el general Gallardo entregó un listado definitivo casi sin correcciones ni cambios.

Esto empeoró después, cuando el comandante general de la policía entregó al ministro una nueva lista con su propuesta de cambios de colocación de altos mandos policiales. Guillén volvió a estar en desacuerdo porque Gallardo «no consideraba ni el mérito ni la experiencia de los oficiales designados para asumir la conducción de algunas de las direcciones más importantes de la institución».

Como último recurso, Avelino Guillén presentó al presidente una resolución que pasaba al retiro a Gallardo. Era una situación urgente y contaba con el apoyo institucional de la policía, que veía con buenos ojos sus esfuerzos por adecentarla y mejorarla en plena espiral de criminalidad. Pero pasó el tiempo y Castillo no dio la cara a su ministro del Interior. Entremedias, animado por sus asesores palaciegos, ofreció una ronda de entrevistas que comenzó con César Hildebrandt y terminó con el periodista de CNN Fernando del Rincón, con resultados penosos, que desnudaron todas las limitaciones presidenciales, demostraron la mediocridad de su entorno y agravaron la inestabilidad del Ejecutivo.

Para cuando el árbitro venezolano Jesús Valenzuela pitó el final del partido en Barranquilla, los jugadores peruanos levantaron los brazos, se abrazaron y los festejos arrancaban en todo el país, la crisis política estaba por profundizarse. Habían pasado quince días y Guillén, que seguía sin tener una respuesta del presidente Castillo sobre la resolución del pase al retiro de Javier Gallardo, estaba harto de las largas del presidente. El día anterior, IDL-Reporteros había publicado un reportaje demoledor, donde se revelaba qué se escondía detrás de los ascensos y traslados en la policía. El informe de Gustavo Gorriti y Romina Mella —con la colaboración de César Prado—, desnudaba la corrupción que campaba en la institución, donde un ascenso a general costaba 25,000 dólares en sobornos y un cambio a una colocación más «lucrativa» se cotizaba en 5,000 soles (lo que venía disparando el número de estos traslados a cifras nunca vistas: 1600 durante el comando de Gallardo).

La misma investigación citaba a una fuente de Palacio que aseguraba: «Castillo no decide. Rehuye a Avelino y no quiere tomar una decisión». Otro funcionario que también conocía el temperamento de Castillo, puntualizaba: «El presidente tiene la lógica de que las cosas se resuelven solas. [Pero] a veces las demoras causan perjuicios. El presidente se demora y luego ya es muy tarde. Si no lo presionas no se da cuenta. Con él funciona la presión».

Eso era lo que Guillén pensaba hacer: presionar. Por eso, luego de dos semanas en el limbo —consciente de que el silencio presidencial era en sí un mensaje—, presentó su carta de renuncia al cargo de ministro del Interior. Emplazado por este gesto, que se sumaba a las revelaciones publicadas por la prensa, por fin el presidente se animó a recibirlo. La reunión se produjo el domingo 30, duró media hora y concluyó con Guillén confirmando su salida. Pero Castillo le pidió una nueva reunión, al día siguiente, en presencia de la premier Mirtha Vásquez. Ahí por fin aceptó dar de baja al general Gallardo, pero acompañado por la salida de todo el estado mayor de la policía. A Guillén esto le pareció inaceptable, pues suponía perder a buenos oficiales, como Martín Parra (Subcomandante General de la PNP) y Víctor Patiño (jefe del Estado Mayor General), por lo que confirmó su salida y abandonó la reunión.

De todas maneras, el presidente pidió a Mirtha Vásquez que intentara convencerlo de retirar su renuncia. Pero cuando la presidenta del Consejo de Ministros aún no se había comunicado con Guillén, en una de las típicas maniobras por la espalda de Palacio de Gobierno, la cuenta de Twitter de Pedro Castillo publicó al borde de la medianoche: «Como jefe de Estado, he decidido dar por concluida la designación del comandante general de la @PoliciaPeru, Javier Gallardo Mendoza. Asimismo, acepto la renuncia del ministro del Interior, Avelino Guillén, a quien agradezco por los servicios prestados a la Nación».

EL EFECTO LAPADULA

Al delantero ítalo-peruano Gianluca Lapadula se le atribuyen varias virtudes: su espíritu de lucha y sacrificio, su movilidad dentro del terreno de juego y su sabiduría para buscar los desmarques que dejan en jaque a la zaga rival. Desde su llegada, Lapadula se ha vuelto indispensable en el once titular de Ricardo Gareca, se ha convertido en uno de los jugadores más queridos por la hinchada y ha conseguido algo que parecía imposible: hacer que la ausencia de Paolo Guerrero (emblema de la blanquirroja, responsable de la clasificación a Rusia 2018 y quizá el centrodelantero más importante en la historia de nuestra selección) pase desapercibida.

Pero a Lapadula se le atribuye otra cualidad: la de desatar crisis políticas con cada una de sus venidas al Perú. Y la verdad es que una rápida revisión de su itinerario parece confirmar que el olfato de gol no es la única cualidad esotérica del delantero enmascarado del Benevento Calcio.

La primera vez que aterrizó en Lima (en noviembre del 2020, para jugar contra Chile y Argentina), se desató la crisis política que llevó a la vacancia presidencial de Martín Vizcarra por incapacidad moral permanente. Entre marzo y junio del 2021, la presencia de Lapadula (para afrontar la fecha doble ante Colombia y Ecuador y la Copa América) coincidió con el proceso electoral más convulso que se recuerde. Y cuando volvió en agosto del 2021 —ya durante el gobierno de Pedro Castillo—, para participar en los partidos contra Uruguay, Venezuela y Brasil, el ministro de Trabajo Íber Maraví se vio obligado a poner su cargo a disposición, tras las revelaciones periodísticas de sus vínculos de juventud con el movimiento terrorista Sendero Luminoso y de un enfrentamiento con el premier Guido Bellido. Su cuarta visita ocurrió el 4 de octubre de 2021 para los entrenamientos con Chile, Bolivia y Argentina. A los dos días, luego de una gestión atropellada y turbulenta, Pedro Castillo anunció la salida de Guido Bellido de la Presidencia del Consejo de Ministros.

Lapadula retornaría el 7 de noviembre para jugar contra Bolivia y Venezuela. Avisado de los rumores, el delantero se apresuró a declarar: «Yo deseo lo mejor para el país. En temas políticos no me meto. Deseo lo máximo para el Perú. ¡Arriba Perú!». No tuvo suerte. Unos días después se produjo la renuncia del ministro de Defensa Walter Ayala, sumido en un escándalo de ascensos irregulares en las Fuerzas Armadas, junto con el secretario de la presidencia, Bruno Pacheco, y con el propio presidente Castillo.

Su última llegada se produjo el 24 de enero, antes de la doble fecha de eliminatorias contra Colombia y Ecuador. A la crisis descrita en este artículo, que coincidió con esta nueva visita de Lapadula (con la aprobación de la contrarreforma universitaria, la salida del procurador Soria y la salida de Avelino Guillén del ministerio del Interior), pronto se sumó la renuncia de Mirtha Vásquez a la Presidencia del Consejo de Ministros, con la consecuente crisis total del gabinete.

Cansada de los permanentes cortocircuitos con el entorno palaciego —un «gabinete en la sombra» que, según el portal Sudaca, no coordinaba con ella desde mediados de diciembre, y con el propio presidente— Mirtha Vásquez se reunió con Pedro Castillo en la mañana del lunes. Ahí le reclamó por haber incumplido el acuerdo que tenían, por el que ella seguiría conversando con Avelino Guillén. Castillo se disculpó, le explicó que estaba sometido a toda clase de presiones y le pidió que discutieran sobre el posible sucesor de Guillén. La idea de Vásquez era que el nuevo titular del Interior mantuviera el mismo perfil que el saliente ministro. Pero el presidente tenía otras ideas y propuso al coronel en retiro Alfonso Chávarry. La premier estuvo en desacuerdo porque no lo conocía, porque necesitaba alguien de confianza y porque, en las circunstancias tan complejas que vivía la policía, lo mejor era tener un ministro civil. Quedaron en volverse a ver por la tarde.

LA POLÍTICA DEL AUTOGOL

La crisis fue creciendo a lo largo de ese lunes y alcanzó al «gabinete en la sombra», esa camarilla de conspiradores y mediocres que rodean al presidente, le filtran la información, han contribuido decisivamente en sus peores meteduras de pata y constituyen una suerte de gobierno paralelo. Los puñales volaban entre ellos desde que la entrevista con el periodista Fernando del Rincón había expuesto las profundas limitaciones, la orfandad intelectual y el dramático desconocimiento que Pedro Castillo tiene de sus funciones.

¿Quién era el culpable de haber enviado al presidente a esa carnicería? ¿Quién había concertado el encuentro con del Rincón —un periodista conocido por su temperamento frontal e incisivo—, por qué nadie se había opuesto y por qué, ante el inminente desastre, Castillo no había sido sometido a un entrenamiento en políticas públicas, relaciones internacionales y desempeño ante cámaras que minimizara los daños?

Las responsabilidades alcanzaban a todo el entorno de confianza: al jefe de prensa, Rodolfo Idrogo; al secretario general de Palacio, Carlos Jaico (reemplazo del despedido Bruno Pacheco); al Jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia, el chotano José Luis Fernández Latorre; a Beder Camacho, subsecretario de despacho desde los tiempos de Bruno Pacheco; al jefe de gabinete de asesores, Wilson Pretel; al asesor estrella y verdadero poder detrás de la sombra, Biberto Castillo.

Al mediodía del lunes, se supo que Carlos Jaico había dispuesto el despido de Biberto Castillo como asesor presidencial. Abogado, exfuncionario del Ministerio de Economía y hombre de múltiples camisetas políticas (el Movimiento Independiente «Diálogo Vecinal», los partidos políticos «Todos por el Perú», «Por ti Los Olivos», «Perú Patria Segura» y «Justicia Nacional» de Rodolfo Orellana), «Beto» Castillo había entrado a trabajar en Palacio de Gobierno en los primeros días de octubre, coincidiendo con la salida de Guido Bellido de la PCM, y, desde el principio, supo hacerse con un espacio hablando al oído de su colombroño Pedro Castillo, hasta convertirse en su consejero estrella, un líder dentro de esta suerte de camarín tóxico que envolvía al Primer Mandatario.

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Él fue quien organizó el encuentro entre el presidente y cuatro ex ministros de Economía sin la presencia de Pedro Francke y quien sugirió algunos de los nombramientos más cuestionados de los últimos tiempos. Para consolidar su poder, no dudó en filtrar información a la prensa, como los mensajes de Bruno Pacheco al jefe de la Sunat. Su última batalla interna fue contra Carlos Jaico, cuya reunión secreta con representantes de Repsol en la residencia del embajador de España en el Perú reveló por lo bajo a los medios de comunicación.

La razón que Jaico empleó para deshacerse de este triste prospecto de Vladimiro Montesinos llegó esa mañana, cuando Mirtha Vásquez estaba a punto de renunciar, durante la sesión de interpelación al ministro de Energía y Minas, Eduardo González Toro. Cuestionado por la llegada del ubicuo Daniel Salaverry a la presidencia del directorio de Perú-Petro, González Toro involucró al Biberto Castillo en la designación de Salaverry

Luego de despedirlo, Jaico abrió dos acciones de control. La primera fue contra el asesor Castillo. La segunda, contra Beder Camacho, por haberse reunido con el alto mando policial en plena confrontación entre Avelino Guillén y Javier Gallardo, para concretar posibles actos de corrupción «por medio del mal uso de las facultades administrativas otorgadas».

Jaico renunció al día siguiente a su cargo como secretario general de Palacio de Gobierno, publicando una carta furibunda. Esta describía el preocupante desorden que rodea a Castillo: «Desde el principio pude comprobar la ausencia de un sistema organizado de trabajo, expresado en una falta de rigurosidad en el cumplimiento de los reglamentos y procedimientos. Este desorden derivaba en grandes errores de gestión y toma de decisiones, que podrían generar espacios para la corrupción».

EL FÚTBOL ¿AL RESCATE?

En medio de este proceso de descomposición, con todas las miradas puestas en la crisis que ahogaba al Ejecutivo, quien maneja la cuenta de Twitter del presidente no tuvo mejor idea que publicar: «Queridos compatriotas, como hinchas hemos demostrado nuestro apoyo incondicional a la @SeleccionPeru. Para el encuentro de mañana, desde el gobierno hemos dispuesto ampliar el aforo en el estadio al 70%, permitiendo el ingreso de los que tengan las 3 dosis completas. #VamosPerú».

Quedaba claro que —mientras la estabilidad del Presidente pendía de un hilo, sus asesores se sacaban los ojos, se esperaba una nueva reunión en las alturas del gobierno y la incertidumbre se expandía como un incendio— al menos alguien dentro de Palacio tenía tiempo para preocuparse por el Perú-Ecuador del día siguiente. Al parecer, ese entusiasmo futbolero no fue compartido por el resto de la alineación de este equipo de macheteros y calichines capitaneado por Pedro Castillo porque, casi de inmediato, el mensaje fue eliminado de la cuenta del presidente. Puede que en algo ayudaran las reacciones de indignación de decenas de tuiteros, bastante más conectados con la realidad de Palacio que sus protagonistas.

Por fin, como habían quedado, esa tarde se produjo la segunda reunión entre Pedro Castillo y Mirtha Vásquez. Como Castillo insistió con la designación de Alfonso Chávarry como nuevo ministro del Interior y la discusión no conducía a ninguna parte, Vásquez presentó al presidente una carta de renuncia que traía lista. Se despidieron y, antes de salir, la ahora expremier entregó una copia de la carta a uno de los asesores de Palacio para que la sellara con el cargo. Pasó un rato y, para dar la impresión de que la había echado, Castillo tuiteó por sorpresa: «Como siempre he anunciado en mis intervenciones, el gabinete está en constante evaluación. Por tal motivo, he decidido renovarlo y conformar un nuevo equipo. Agradezco el apoyo de @MirtyVas y ministros de Estado. Seguiremos por el camino del desarrollo por el bien del país».

POR LA HUACHA

A esas alturas, los peruanos amantes del fútbol vivíamos una situación que podríamos calificar de contradictoria. Por una parte, estaba la alegría al recordar el gol de Flores a Ospina, al ver a nuestra selección arriba la eliminatoria, al soñar con un segundo mundial consecutivo, junto con la expectativa por el inminente partido contra Ecuador, que podía consolidar nuestras aspiraciones. Por otra, la desazón por el acelerado proceso de descomposición política, la sensación de desgobierno, improvisación y galopante entendimiento con la corrupción de mafias como la que habita dentro de la policía, los transportistas informales o las universidades que perdieron su licenciamiento ante la Sunedu.

Como suele ocurrir en la política peruana, lo que era un drama adquirió tintes de comedia en las horas que siguieron. Prohibido de viajar a Lima por las restricciones que se le impusieron por el caso «Los Dinámicos del Centro», Vladimir Cerrón envió a Palacio de Gobierno una delegación integrada por su hermano Waldemar, por Guido Bellido y por Kelly Portalatino. Acabada la reunión —un par de horas después de que la selección de Ecuador aterrizara en Lima—, el menor de los Cerrón publicó un mensaje en su cuenta de Twitter que decía: «Acabamos la reunión con el presidente Pedro Castillo quién [sic] me ofreció la PCM. Como un gran demócrata, acepté gustosamente».

El mensaje tenía varios retuits e incluso recibió la felicitación de colegas de Perú Libre como la congresista Zaira Arias. Pero algo ocurrió en los siguientes minutos que obligó a Waldemar Cerrón a borrar el tuit, a negar enfáticamente que lo hubiera escrito e incluso a editarlo para intentar atribuírselo a una cuenta falsa: «Denunciamos esta cuenta falsa, que está suplantando mi identidad y mis actividades parlamentaria [sic]». Una comedia de enredos de esta magnitud no se veía en el Perú desde que Juan «Chiquito» Flores pisó por primera vez una cancha de fútbol.

Al parecer, Pedro Castillo nunca tuvo a Waldemar Cerrón como candidato a asumir la PCM. Como lo supimos el martes primero de febrero, su prospecto había sido desde un comienzo el congresista Héctor Valer, con quien —en versión del propio Valer— venía conversando desde mediados de enero, a espaldas de Mirtha Vásquez. Entonces comenzaron los verdaderos problemas.

Saltimbanqui de la política (comenzó en los sectores más radicales del Apra y llegó al Congreso de la mano de Renovación Popular, de donde renunció para integrarse a Perú Democrático, grupo de disidentes comandado por Guillermo Bermejo), conservador de tintes medievales, enemigo de las reformas de la educación y el transporte, conocido por una única intervención en el hemiciclo (cuando dijo a un colega que, si quería defender a una mujer, «se pusiera falda»), Valer es dueño de un currículum escalofriante. Este incluye deudas con la Sunat, una investigación por corrupción en la provincia ucayalina de Coronel Portillo y el protagonismo de un episodio que se remonta a 2007, cuando era todavía aprista y fue recomendado para ser gerente de desarrollo de Agrobanco, que concluyó con Valer forcejeando con la ayuda de su chofer para arrebatarle una prueba psicotécnica a su evaluadora, lo que se tradujo en una demanda por robo.

Héctor Valer encabezaba un Consejo de Ministros lamentable, el tercero de la era Castillo y, sin ninguna duda, el peor de todos. Entre sus integrantes se incluía a Wilber Dux Supo Quisocala, un bachiller en geografía sin ninguna experiencia en temas medioambientales que asumía como ministro de Ambiente, justo ahora, cuando el derrame de petróleo de Repsol viene sometiendo a la costa peruana a la mayor catástrofe ambiental de su historia. En Cultura estaba Alejandro Salas Zegarra, un abogado que ignoraba el sector y cuya principal singularidad era su incontinencia en la redes sociales, con mensajes terruqueadores o xenófobos como: «Chileno, compadre, la cancha de tu madre, araucano y la p… que te parió», «Creando políticos con valores, no políticos mañosos como el chino, el gordo, el cholo y ahora el pisao», «La izquierda no debería existir, la izquierda se acaba cuando se termina el dinero ajeno» o «Su equipo lo conforma también gente del Movadef, brazo legal de Sendero Luminoso, eso es lo que él llamaba en su obra ‘El nuevo sendero’, un gobierno comunista queriéndose disfrazar de liberal, tan peligroso para el país como Verónika Mendoza».

Como ministra de la Mujer era designada Katy Ugarte, una fanática religiosa que se había manifestado en contra de toda la agenda que defiende el ministerio que ahora encabezaba. Al Ministerio del Interior entraba Alfonso Chávarry, el mismo que Mirtha Vásquez había descartado antes de verse forzada a renunciar. Finalmente, permanecían cuadros como Aníbal Torres en Justicia y Juan Silva —amigo de las combis y demás vehículos de transporte público informales, que matan a decenas de peruanos todos los años, que viene empujando de manera decidida la contrarreforma del transporte— en el MTC.

Pero lo peor estaba por conocerse y eran las denuncias contra el premier Valer por agresión física que, en 2016, interpusieron ante la comisaría de San Borja su fallecida esposa Ana María Montoya y su hija Catherine Valer Montoya. Especialmente gráfico es este párrafo del atestado policial del caso de su hija: «En circunstancias en que se encontraba en su domicilio fue agredida físicamente por su padre Héctor Valer Pinto (57) quien le propinó bofetadas, puñetes, patadas en el rostro y diferentes partes del cuerpo, jalones de los cabellos. Es todo lo que manifiesta y denuncia ante la Policía Nacional del Perú para los fines del caso».

Cuando Rosa María Palacios lo encaró por estas gravísimas acusaciones, Valer jugó a la confusión, negó rotundamente que fuera un maltratador de mujeres y añadió: «Si el presidente lo considera, seré la primera bala de plata que el Congreso gastará». Era una clara amenaza que anticipaba la intención del gobierno de forzar al Parlamento a denegarle la confianza a Valer para ponerlo al borde de su cierre, como lo instruye la Constitución, luego de dos confianzas denegadas.

En el papel, el gabinete parecía pensado para cumplir un propósito elemental: garantizar la supervivencia política de Pedro Castillo. Su conformación respondía a un cálculo aritmético: sumando los votos de todos los sectores que reunía, en el Congreso se evitaría una vacancia presidencial. Pero el resultado era tan paupérrimo y sus integrantes tan impresentables —comenzando por el premier Valer, que se volvió el blanco del repudio nacional por las palizas denunciadas por su esposa y su hija y por nuevos descubrimientos, por ejemplo que no formaba parte de la organización religiosa Opus Dei, como decía—, que se obtuvo todo lo contrario. El país comenzó a parecerse a una olla en ebullición, que se iba cargando de rabia. Se empezó a hablar de las primeras marchas ciudadanas y nadie respaldaba al gabinete. Con esta maniobra, Castillo había conseguido echarse a todo el país en contra, profundizando su precariedad e intensificando su aislamiento.

DE LOCAL EN LIMA

El país se debatía en estas polémicas cuando llegó el partido contra Ecuador en el Estadio Nacional de Lima. Durante 90 minutos, los peruanos olvidamos a Castillo, a Cerrón, a Valer, a Mirtha Vásquez y a Avelino Guillén y nos concentramos en las evoluciones del equipo de Ricardo Gareca. Luego de aquel primer tiempo adverso, descorazonador, el entrenador argentino volvió a dar muestra de una de sus grandes virtudes, reconstruyendo al equipo de acuerdo a lo que le pedía el partido.

Para arrancar el segundo tiempo entraron Edison Flores y Christofer Gonzáles en sustitución de Raziel García y Santiago Ormeño. Con el agua al cuello, Gareca hizo lo lógico: plantear las correcciones necesarias de manera oportuna. Como el marcador seguía sin moverse, volvió a introducir una modificación y, en el minuto 61, Alex Valera sustituyó a Sergio Peña. El resultado no tardó en llegar: ocho minutos después de su ingreso, Valera peleó la pelota que permitió a Luis Advíncula lanzar el centro que conectó de cabeza el también ingresado Edison Flores. ¿Qué hubiera pasado si, pasmado por la indecisión, Gareca hubiese esperado hasta el minuto ochenta para introducir las variantes que requería para afrontar los problemas planteados por Ecuador?

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Lo contrario hubiese sido comportarse como el presidente Pedro Castillo que, cuando pretende solucionar un problema, no solo decide mal sino que lo hace a destiempo, fuera de su ventana de oportunidad, permitiendo que la dificultad se agrave, genere olas, produzca más desgaste y amplifique sus efectos nocivos.

En el caso del gabinete Valer, la presión ciudadana comenzó a entrar en combustión, con críticas uniformes de la opinión pública, que comenzó a exigir su salida antes de causarle más daño al país, junto con colectivos que comenzaron a articularse para expresar toda su frustración en las calles. Como era lógico, las primeras en convocar marchas de protesta fueron los colectivos de mujeres, insultados por Castillo con el nombramiento de un abusador, un cínico y un arribista como Héctor Valer.

De todos modos, el presidente esperó más de la cuenta antes de decidir, y recién anunció la reconstitución de su gabinete ministerial el viernes, en un mensaje a la nación convocado a las 18:00 horas que comenzó con más de media hora de retraso. Se esperaba una aparición consistente, con mensajes claros y propuestas articuladas, pero Castillo ofreció una presentación pública patética, confusa, timorata, que lo debilitó todavía más. En esta no incluyó una autocrítica urgente, evitó mencionar a Valer al hablar de los cambios ministeriales, culpó al Congreso por la recomposición del gabinete (cuando, en este caso, la responsabilidad es toda suya), reprochó a los ministros salientes por denunciar actos de corrupción dentro del gobierno (¿es preferible mantenerlos escondidos?) y, por último, recurrió al único argumento de defensa que pareciera conocer: despertar lástima.

LAS DOS ORILLAS

¿Cómo es posible que un mismo país registre dos situaciones tan contradictorias? ¿Qué explicación se encuentra para que, partiendo de la humilde oferta del campeonato local peruano, Ricardo Gareca haya sido capaz de ensamblar un equipo competitivo que, luego de años de frustraciones, clasificó a Rusia 2018, llegó a la final de la Copa América, ahora ha conseguido colarse en la vanguardia de las eliminatorias y nos ilusiona con una nueva aventura mundialista, mientras que, con su comportamiento errático, torpe, muchas veces incomprensible, el presidente Castillo se las ha arreglado para llevarnos a estos límites de decadencia, desatando una tormenta de crisis permanentes, agravando las existentes, haciendo de los errores groseros una aventura cotidiana?

Ricardo Gareca y Pedro Castillo son el ejemplo y el contraejemplo de ese concepto en apariencia impreciso y nebuloso pero con una teoría tan concreta y unos efectos tan prácticos que es el liderazgo. Sus diferencias son claras, pero se hacen más explícitas porque conviven en un mismo momento y en un mismo país, al que dividen entre la esperanza y el pesimismo, la alegría y la lástima.

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Uno construyó un equipo compacto, lo convenció de una idea y logró que el grupo la aplicara de manera militante. El reconocimiento de las limitaciones se tradujo en un orden férreo, un funcionamiento grupal que es capaz de propulsar los talentos de cada individuo, al mismo tiempo que encubre sus defectos. El resultado es un patrón de juego eficiente, que ha generado el ciclo virtuoso de resultados esperanzadores que estamos viviendo.

El otro, en cambio, se ha rodeado de personajillos chatos, enrevesados y bastante sibilinos que, en vez de corregir sus fallos y compensar sus limitaciones, los han magnificado, haciéndolos más evidentes, llevándolo a tomar decisiones insólitas y nocivas, con el agravante de que nadie padece sufrimientos como el hambre, la pobreza o la muerte por un partido de fútbol perdido, pero sí por un gobierno fallido. ~

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