Lúcio vuelve a Porto Alegre en busca de venganza. El escritor Fabrizio Tealdo Zazzali presenta, en clave de ficción, un épico regreso del legendario central brasileño al Inter. Como en las canchas, el ‘loco de la guerra’ tomará la lanza y comandará la ofensiva colorada en campo enemigo. Suenan tambores de guerra en el Beira-Rio.
In the beginning there was chaos…
Jonathan Wilson
Desde que los derrotaron aquella tarde de solsticio, Lúcimar da Silva planifica la necesaria venganza. Dos años pasan hasta que vuelve al campo de la vergüenza. Espera a sus hombres calculando la estrategia, repasando los movimientos, murmurando las arengas. El ciclo de la lucha ha reunido a las dos tribus nuevamente. En unas horas, el tótem rojo se desplegará al sur. Una multitud aclamará a Lúcio, su elegido, el veterano que volvió de Europa para salvarlos del enemigo. Al norte, los rivales flamearán banderas celestes de perfil al sol. Se saben superiores, los nuevos líderes de esta guerra que nadie recuerda cómo empezó y sus hijos creen que se remonta al inicio de los tiempos, como el cielo que da color a su símbolo.
Lúcimar es el primero en llegar al campo, como corresponde a todo caudillo. Preserva el uniforme que vistió en aquella derrota, uniforme del que no ha limpiado la sangre. Su prestigio en el centro de Europa e Italia convenció a los altos mandos de repatriarlo al costo que fuera. Comandó la batalla con el único objetivo de no ser vencidos. No tuvo éxito. Aunque fue uno de los acusados de la sonada derrota, no faltaron las ofertas: los palacios del zar, la corte del imperio chino, magnates y jeques sabían lo que valía. Pero Lúcio ya estaba curtido para que lo seduzca la paga o los nuevos retos, que ya conocía y devoró a su paso por la nueva guerra de nuestros tiempos. Jamás se perdonaría dejar a los suyos, irse sin recuperar el orgullo perdido.
Antes de que sus soldados lleguen, camina por la cancha sin nadie a su lado, costumbre que convirtió en cábala. Recuerda que no pisa el campo de la vergüenza desde aquella desoladora derrota. Recupera el olor de la tierra lodosa elevando el fragor de su última lucha. Cruza las hierbas frescas, pero las siente yermas, desgarradas: preservan las cicatrices del contacto y del movimiento, de los golpes y de la muerte, de la huida y del acecho. Cuando alcanza el centro del campo rechaza los recuerdos y proyecta la venganza. Observa las áreas donde los golpearon y sabe que hoy será distinto. Cuando hoy se enfrenten será de noche y otro será su destino.
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Su oportunidad volvió dos años tarde, pero lo único que vale, Lúcimar lo sabe, es el momento. Por eso esta vez aguarda la llegada de sus hombres bajo una cruz atada a una lanza; rumbo a la cámara donde los espera, nota que algún devoto ya colgó su símbolo sangriento en la alambrada. Lucio reza en silencio. Golpeándose el pecho le reclama a Dios que los toque con su dedo. Pide por sus vidas y porque esta vez el destino los favorezca; recuerda a Dos Santos y su prematura caída, que tanto los afectó en aquel rito del solsticio; le reclama a Dios por su alma, por sus hijos.
Sabe que su rival es superior, que además les llevan ventaja, que por lustros se prepararon para superarlos y, ahora que dominan el territorio, morirán antes de perder su liderazgo. El propósito del enemigo es marcar una era que nadie rete y hasta ahora lo han conseguido, pero ellos son sus rivales desde siempre y para venderlos han nacido.
El Alto Mando repatrió a Lúcio para evitar el desplazamiento al que los sometía la amenaza del inferior que venía creciendo. Él era el encargado de evitar que sucediera lo que sucedió en aquella ceremonia que renueva el tiempo. Y no pudo hacerlo. Tampoco en los siguientes dos años, pues no llegaron a enfrentarse tras ser derrotados. Dejaron de ser rival para el nuevo líder. El poderoso enfrenta a quien representa una amenaza; para las afrentas menores envían emisarios que aplacan al rival a la fuerza o negocian el yugo.
Lúcimar también sabe —se convence— que si hoy los tendrá al frente es porque los suyos están preparados para cobrar venganza y recuperar lo que les pertenece. Lúcio es el centro del recinto donde los guerreros se congregan antes de la lucha. Bajo un temor que sujeta el silencio, perfilan el filo de sus armas, que acomodan en sus brazos, piernas y dorsos. Apenas un puñado de sus hombres sobrevive, pero todos los que vuelven al campo de la derrota deslizan sobre su pecho aquel uniforme aún marcado por la vergüenza, como si regresar a la misma cancha para enfrentar al mismo enemigo vistiendo el mismo uniforme, borrase el pasado.
—Ganarles limpiará la sangre derramada —dice Lúcio al abrazarlos, uno a uno, luego en un círculo, todos juntos—. Humillarlos curará las llagas que aún nos duelen.
Fue Lúcio quien ordenó a los veteranos traer el uniforme con rastros de sangre, pues hoy vivirían un rito opuesto: el paso de la oscuridad de la vida al fuego del que escribe la historia.
Luces rodean la cancha. Al final del túnel, la noche los aguarda. La mirada fija en la salida de la gruta, en el novato invadido por los nervios o en el compañero ansioso que sabe que afuera lo espera la oportunidad de su vida. Los más viejos imaginan un renacimiento.
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Con himnos, cánticos y gritos desde los flancos, los devotos relegados de la lucha reciben a los elegidos. Lúcio prensa su lanza, grita para iniciar la lucha y abrazado a sus hombres aclama el honor, recuerda que la vida siempre da revanchas y que tenemos la obligación de afrontarlas para cambiar el camino del tiempo. Habla del destino, que esta noche será comentada por sus hijos y que en la mañana despertarán con un sosiego como aquellos que no viven desde la infancia. Les cuenta de la inmortalidad, recordándoles que la memoria mantiene al héroe por siempre vivo. Abrazados, gritan con el orgullo enaltecido.
Caminan en fila india, con Lúcio adelante, el uniforme con restos de sangre ceñido al cuerpo, la cinta de capitán en su brazo izquierdo. Cuando el estadio tiembla y aparecen ante ellos los primeros espectadores, el 9 se le acerca para decirle:
—Hoy no te pasan y yo meto al menos dos.
Lúcio le responde:
—Hoy no me pasan, yo meto el primero, tú otros tres, ¡y los hacemos tanto mierda que por un mes sólo van a pensar en retirarse!
El césped los recibe, y un solo de fuegos y luces y gritos desde las fauces que aclaman al once colorado en la tribuna al sur, con banderolas flameando y el rostro del fanatismo más entregado tras el tótem del Internacional, al que son fieles como sólo la pasión puede serlo. Una bombarda roja se eleva hacia las estrellas. Ni una gota de sudor frío cae por la piel de Lúcimar da Silva cuando el árbitro pita el inicio del partido. El celeste Gremio será olvidado.
Con la número 3 en la espalda busca el arco rival como un conquistador. Con la sangre en el ojo ve a sus rivales como los vencidos. ~
Felicitaciones. Excelente artículo, también de mis preferidos. Felicitaciones por la Revista Sudor, la seguiré con mucha atención y beneplácito.
Muchas gracias, Cati. Sumar a una nueva lectora será siempre una gran noticia.