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Ponerse la (otra) camiseta

No nacieron allí, pero sienten que es su país. Que era lo correcto colgarse esa bandera sobre el cuello, aunque a veces también apriete. El docente y periodista Hazael Valecillos explora el enigmático caso de Zhu Yi, el contexto especial de Naomi Osaka, japonesa criada en Estados Unidos, y también el éxito de Zaid Ait Malek o Yuliana Bolívar. Siempre será más que ponerse solo una camiseta.

Hasta 2020, había 272 millones de migrantes en el planeta –según cifras del Portal de Datos Mundiales sobre Migración– un número que va creciendo sostenidamente desde hace ya dos décadas y que pareciera evidente que seguirá ese camino. Son comunes los testimonios que recogen diversos medios y en distintas latitudes sobre la búsqueda de estas personas por pertenecer, de encontrar su lugar en esa segunda vida que es la migración. En años recientes, con el aumento de crisis sociales y el auge renovado de los nacionalismos, también se han convertido en herramientas políticas para canalizar descontentos. El mundo del deporte, como amplificador de las experiencias sociales, no es ajeno a esta realidad.

ESA COSA LLAMADA ORGULLO NACIONAL

Mientras suenan los últimos compases de una composición de Lloyd Webber especialmente escogida para la ocasión, Zhu Yi termina su rutina con los brazos en alto haciendo un último esfuerzo por contener las lágrimas que de seguro se están acumulando desde el día anterior, quizás desde mucho antes, para luego llevarse las manos enguantadas en carmesí al rostro y dejar salir toda la tristeza y la desolación que se hacen evidentes en una pista más blanca y solitaria por el momento que se vive.

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Hace unas semanas asistíamos a ese paréntesis en el apocalipsis cotidiano que son los Juegos Olímpicos, en su versión invernal, y entre las historias que más eco tuvieron en el ya controversial evento con su controversial anfitrión estaba la de la patinadora de 19 años que, en dos apariciones consecutivas, había tenido tres caídas y dejado fuera del medallero en esta categoría al anfitrión.

En los anteriores juegos, esos que tardaron en llegar por la pandemia y que nos enfrentaron al vértigo de las tribunas vacías, Simon Biles ya llamaba la atención al poner sobre la mesa el tema de la salud mental vinculada al deporte, en especial en disciplinas como la gimnasia, donde sus practicantes son particularmente jóvenes y donde una duda puede convertirse en tragedia.

Adicional a todas las presiones que puede sufrir una adolescente que realiza saltos mortales sobre dos cuchillas de metal bien afiladas en una superficie congelada y a quien se evalúa por detalles que a ojos de la mayoría de los mortales son imperceptibles, la presión de Zhu Yi estaba amplificada por el factor de ese monstruo veleidoso que es “el orgullo nacional”. Ese que levanta en hombros a quienes triunfan luego de vestir los colores de un país distinto al que nacieron, pero que sepulta y sataniza a quienes, como la patinadora, tropiezan.

Al igual que su compañera de delegación, Eileen Gu, Zhu Yi nació en los Estados Unidos y optó, como esta, por nacionalizarse china y competir bajo su bandera. Sin embargo, los logros de Gu la convirtieron en una estrella nacional y en figura mediática de ambos países incluso antes de su participación en los juegos de Beijing, en los que terminó consiguiendo dos medallas de oro y una de plata para convertirse en “nuevo ícono del deporte chino”, como la definía la prensa de su país adoptivo.

En contraste, Yi fue objeto de duras críticas por su desempeño, con más de 230 millones de vistas en las publicaciones que llevaban el hashtag #ZhuYiFellOver dentro de la red social de ese país, Weibo, y que además de burlarse por sus caídas la acusaban de haber frustrado un sueño nacional, ocupar un lugar que le debió corresponder a atletas como la nativa de China Chen Hongyi, y al que había llegado –según sus detractores– por una jugada política vinculada a su padre, especialista en inteligencia artificial retornado a aquel país.

REDEFINIENDO LA IDENTIDAD DE UNA NACIÓN

Decía Edward Said que lo más terrible de la migración era la sensación de desarraigo, no pertenecer ya al lugar del que se partió, pero nunca hacerlo por completo al nuevo. También creía que era precisamente esa mirada ajena, que puede ver todo por primera vez, la que tiene la posibilidad de transformar las sociedades.

En un país tan homogéneo como Japón, en el que además las conductas sociales se ciñen a distintos niveles de protocolo, la piel morena y el cabello ondulado de Naomi Osaka no son lo único que salta a la vista para anunciar su diferencia. La tenista de 24 años, hija de japonesa y haitiano, renunció a la nacionalidad estadounidense para competir por la patria materna, convirtiéndose en la imagen de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, no solo por su alcance mediático y reconocimiento internacional, sino por su perfil competitivo.

Naomi ha sido cuestionada sobre su identidad desde que comenzó su carrera y hoy está abriendo la puerta a debates al interior de Japón. Nao Hibino, la tercera en el ranking nipón de tenistas, señalaba que era muy diferente en términos físicos al resto y que eso les hacía sentir alejados.

Además, el retiro de las canchas para enfrentar la depresión, su activismo político y la necesidad de ser reconocida más allá del deporte, van a contracorriente con lo que tradicionalmente se espera de la conducta pública de un deportista. Naomi se ha convertido en la figura más importante que ha hablado sobre la salud mental en un país en el que este problema ha crecido exponencialmente los últimos años. Y, según algunos, está ayudando a redefinir la idiosincrasia de un país conocido por sus tradiciones.

LOS QUE LARGO TIEMPO HAN ERRADO

El fenómeno de la nacionalización en el deporte no siempre llega de la mano de figuras mediáticas y con patrocinadores. A veces llega con el polvo de unos pies cansados que han recorrido kilómetros y de gente que ha visto más de lo que quisiera y encuentra en la práctica de una disciplina la oportunidad que otros encuentran en un restaurante, una tienda o una oficina.

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Zaid Ait Malek es hoy referencia en el mundo de los corredores de montaña y desde 2018 corre por el rojo y gualda de España. Sin embargo, ese mismo año estuvo a punto de perder su residencia y ser deportado de vuelta a Marruecos, por un tecnicismo que pudo acabar con su carrera y con la vida que había intentado construir desde el fin de año de 2006, cuando cruzó el estrecho de Gibraltar de polizón en un ferry y luego corrió por la carretera hacia Málaga para evitar que la policía lo enviara de regreso.

Zaid Ait Malek decidió correr por otra camiseta.
Zaid Ait Malek en plena competencia. FACEBOOK ZAID AIT MALEK.

Para ese momento, ya había conseguido establecerse primero en los invernaderos de Almería, luego en Córdoba, lo que le había permitido aprender español poco a poco, comenzar a integrarse a su nuevo país y, por supuesto, correr. Primero en asfalto y posteriormente, de la mano del Club Deportivo Media Legua, en la montaña. De ahí en más, el club lo apoyó en todo lo que necesitaba para que se dedicara al atletismo y en 2013, con la intervención del mismo Kilian Jornet, compitió y llegó cuarto en la exigente Zegama-Aizkorri. En adelante, estaría en los principales podios de su disciplina.

En nuestro país, estos pasos perdidos también han encontrado un lugar donde dedicarse al deporte y ondear una nueva bandera. En los Juegos Panamericanos de 2019, Perú integró en su delegación a ocho deportistas nacionalizados –cuatro de ellos venezolanos– gracias a una enmienda a la Ley 26574 que daba facilidades a quienes quisieran competir con los locales. En esta delegación se encontraba la judoka Yuliana Bolívar –quien ya había obtenido medalla en los Juegos Bolivarianos de 2009 y Sudamericanos de 2014 con Venezuela– y quien a la postre obtendría el bronce en dicha competición. Es interesante destacar que esta medalla llegaba en un momento en el que la matriz de opinión contra los venidos del país caribeño crecía, impulsada incluso por algunas autoridades locales.

Sería pecar de una inocencia imperdonable pensar que en una época donde se levantan muros y se teme y persigue a la diferencia, el deporte puede llegar a ser esa varita mágica que solucione lo que otros discursos sociales, tan necesarios, no han logrado solucionar. Pese a ello, es quizás en este esfuerzo colectivo donde nos hacemos más humanos y bien sea corriendo detrás de un balón en una cancha de San Juan de Miraflores o por un cerro en Pachacamac, donde nos podemos reconocer en el otro y darle una oportunidad, la oportunidad de pertenecer. ~

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