Una niña enfurece a un grupo de padres de familia de un colegio de su distrito. ¿Cuál es su pecado? Querer jugar fútbol en un campeonato escolar. Nuestra columnista Camila Zapata Castillo recoge una historia de su niñez en la que se reflejan las adversidades que tuvieron que soportar las mujeres que querían practicar su deporte favorito.
Cuando Beto nos contó que íbamos a participar en un campeonato de fútbol entre colegios de Chorrillos todos nos pusimos nerviosos. Nuestro inacabable profesor de Educación Física que siempre vestía de buzo y gorrita había sido invitado para que La Casa de Cartón, nuestra escuela, compita. Nos reímos, porque el cole era sin dudas el más raro y menos preparado para una situación como esa.
Pero Beto, que era un hombre de fe, armó el equipo y nombró para representar al colegio a Marcelo, el mejor de toda la primaria; a Víctor, el de mejor lectura de juego; a Marco Paulo, el creativo; a Matías, el necio; a Alonso, el físico; a Luis Antonio, el renegón; a Sebastián, el arquero y a Camila, la niña que jugaba al fútbol en los recreos.
El torneo lo organizaba el Villa Alarife, un colegio que veíamos extremadamente lejano pese a que solo estaba a cinco cuadras de distancia. Sabíamos que entrábamos al campeonato para perder, pero nos tocaba seguir el ritmo de fe que nos imponía nuestro DT. Entonces, cruzamos dignos el portón de la entrada y vimos que tenían cancha de pasto, qué lujo. Nos alistamos y entramos al césped cagados de miedo.
Mientras esperábamos que el árbitro diera la señal para empezar a jugar, un murmullo caótico empezó a sonar perpetuo, inamovible. Se quejaban los profesores, las mamás, los papás y los chicos de las otras escuelas. Los niños de cartón no entendíamos qué pasaba. Los adultos hablaban en un lenguaje al que no sabíamos llegar. Algo les molestaba de verdad. Algo les hacía sentir inútiles.
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Mi madre, muy directa y molesta, me lo supo explicar: “por ser la única mujer del campeonato, Camila, dicen que estás prohibida de jugar. Que por ser mujer no te van permitir jugar, qué descaro”. Para los otros papás y mamás no era justo y tampoco tenía sentido que La Casa de Cartón, además de ser el colegio del nombre raro, llevase entre sus filas a una mujer.
—No puede ser posible que un colegio se aparezca con una niña en su equipo. Este es un torneo de hombres. Los niños no van a poder cometer las faltas libremente, se van a sentir limitados. Es una burla —comentaban en dirección a mí, la niña de solo diez años.
Mientras tanto, yo me detenía en sus gesticulaciones y escuchaba en el tono de sus voces el enojo y la insatisfacción. Pero me atraía más oír a mi madre exponer sobre igualdad. Esa mujer trabajaba que daba miedo, pero no era capaz de perderse una sola actividad deportiva en la que me viera involucrada.
Según el reglamento y más importante, según mi mamá, nada impedía que una mujer pudiera jugar el campeonato.
—Tú tranquila, Camilita, vas a jugar —me decía y yo le creía.
Más bien, estaba muy nerviosa porque la cancha era un pantano. De lujo no tenía nada. Estaba llena de huecos con agua emposada que veía como agujeros negros. Hasta ese momento, nunca había jugado en pasto natural.
La disputa entre madres, padres y profesores sobre si podía jugar o no se hacía eterna. Mientras esperaba, miraba mis zapatos blancos, me acomodaba el short azul oscuro y metía la camiseta holgada dentro, como parte de mi propio protocolo de preparación para los partidos importantes.
Beto, también se mantuvo terco. “Camila va a jugar porque es parte del equipo”, repetía una y otra vez. Así que entramos a la cancha con los padres rendidos y amordazados en el enojo y la incertidumbre de no saber qué iba a pasar.
Entonces, me ubiqué en la zaga central del lado izquierdo, como era usual, porque ahí es donde los entrenadores habían decidido que debía jugar. Tres colegios desfilaron por delante nuestro y aunque nadie apostaba ni un sol por nosotros, le ganamos a todo el que se puso enfrente. Y así llegamos a la final.
Como en todos los partidos, quince o veinte minutos antes del pitazo inicial empezaba la discusión entre padres, madres, colegios, profesores de educación física y la puja por no dejarme jugar. Se hizo rutina que unos cinco minutos antes de entrar al campo mi mamá me repetiera que me quedara tranquila, que iba a jugar. De esa forma, me apresuraba en colocarme los zapatos, que ya habían dejado de ser blancos, en un invierno fatal que me ponía la piel más pálida de lo usual.
Para este partido de definición los padres y madres habían venido más filudos que nunca y por única vez, el frío y los agujeros negros del pantano me desataron unos nervios brutales. No podía pensar. La riña por mi presencia en el campo finalmente logró afectar mi rendimiento. Aún así, el equipo tenía buenos jugadores y supimos aguantar un 2-2. Hasta que minutos antes del cierre del juego, un niño corrió como un rayo por toda la banda izquierda. Yo reaccioné lento y corrí tras él. Pero me pesaba el cuerpo como si mi equipación estuviera empapada por la mentirosa lluvia de Lima. Cuando el niño ya estaba a punto de patear directo al arco para probar al arquero, yo calculé espacio y tiempo para una barrida perfecta. Pero lamentablemente, tropecé con un pedazo de pasto que en realidad era fango levantado. Caigo encima del niño. Falta. Penal.
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Lo recuerdo como si fuera ayer. Siento que el alma se me cae hasta los pies, me congelo de frío. Cierro los ojos un momentito. Los abro de inmediato. Es la final y he cometido una estúpida falta cuando el partido está empatado 2-2 y nos quedan menos de cinco minutos de juego. El público estalla. El arquero de mi equipo me grita. Pero le respondo que me he caído en un hueco, que no ha sido a propósito y que se calme, que se tire hacia la derecha, que vamos a ganar. Aún me queda un poco de liderazgo o es que más bien escondo mis miedos bastante bien.
Pita el árbitro. El frío cada vez es más agudo, me congela los huesos. Mis medias están empapadas de barro y el dedo meñique me revienta de dolor, no puedo estirarlo, me lo he partido. No es problema. No hay tiempo para el dolor. Le vuelvo a decir al arquero que derecha, derecha, que te tires hacia la derecha. El niño patea hacia la derecha, el arquero responde. Tapa el penal, corro a abrazarlo. Celebramos como si hubiésemos ganado ya el campeonato.
El arquero saca rápido mirando el arco mientras el equipo rival sigue embrutecido por los gritos exagerados de los padres y madres. El arquero del otro equipo intenta despejarla pero ahora los huecos le juegan en su contra. La pelota pica y se queda estática mientras que el portero se sigue de largo. Marcelo, el 10 de nuestro equipo acaricia la pelota con los pies y se va embalado, no piensa, es la oportunidad. Se la toca a Víctor que está solo y él dispara un puntazo que nos da el gol del título. El gol de La Casa de Cartón. Los padres y madres se ponen a chillar.
En lo que resta del partido nos dedicamos a defender y cerramos las líneas. Exagero botando la pelota lo más lejos que puedo. Meto puntazos. Me pongo faltosa. Estoy enojada. Se me ha olvidado que tengo frío y nervios. Se acaba el partido. Ganamos el campeonato. Cuatro hombres y una mujer: la del recreo, la de los despejes, las faltas y los cortes.
Corro donde mi mamá, la abrazo. Es un abrazo sincero, puro. Es el abrazo de la felicidad. El abrazo del campeonato. Ella me abriga. Me alcanza el buzo rosa y la casaca roja impermeable. Yo estoy congelada. Se siente bien abrigarse por fin. Me dan la copa y nos tomamos una foto. Es mi primer acto de feminismo. El primero de una larga lucha. ~
Larga lucha que vas ganando querida Camila. Hay más batallas por delante, prepárate sé que el terreno no está parejo y las tribunas siguen divididas. Tu garra y decisión te acompañan, verás muchos goles a favor, pero también complicidades para ponerte tarjetas innecesariamente. Fuerza para seguir en el juego, son los 90 minutos de toda tu historia, una historia que sabe de goles y triunfo. Así como tu madre también nos ponemos picones y piteamos por la necesaria igualdad que permitirá el equilibrio de la condición humana. Abrazo fuerte y felicitaciones, siempre adelante!
Me encanta. Me siento tan identificada yo también era una de las mujeres que amaba jugar fútbol con los chicos en el colegio.
Maravilloso artículo, lo leí y parecía que estaba ahí, bien Camila
De tal palo tal astilla dice el dicho, saliste a tu madre a quien conozco mucho y la felicito por haberte dado las herramientas para lograr tus sueños.
Felicidades y sigue luchando por la igualdad de género.
Un abrazo
Amparo
Bravo Camila!!
Es un escrito precioso!! Ojalá la sociedad cambie a favor de todas las niñas que como tú, tuvieron y siguen enfrentando las críticas y burlas por el simple hecho de jugar y ser parte de un equipo de fútbol integrado por niñas y niños.
Me encantó este artículo, gracias por compartir algo tan bonito de tu niñez, como diría mi papá eres una campeona, adelante y más Camí. Un abrazo
Soy docente en la Casa de Carton en dónde las paredes no son limitantes para poder lograr alcanzar nuestras metas. No tuve la suerte de conocerte,me hubiese encantado. Espero que muchas otras niñas vean tu esfuerzo y determinación , serás un muy buen ejemplo a seguir. Te felicito, y como digo al entregar de la tarea corregida ” great job”.