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La nueva reina Sofía

Hija del fondista Miguel Mamani y de la maratonista olímpica Wilma Arizapana, sangre de atletas corre por las venas de Sofía Mamani Arizapana. Después de colgarse la medalla de oro en los 10000 metros planos de los Juegos Panamericanos Junior de Cali-Valle 2021 es, sin duda, la llamada a suceder a Inés Melchor. En este testimonio en primera persona para Sudor cuenta una historia que empezó hace nueve años a unos metros del Lago Titicaca.

Han pasado nueve años desde aquella madrugada. Lo recuerdo bien. Yo apenas tenía diez años. Estábamos en casa de mi abuela con mi papá y mis tres hermanos menores. En la casa del jirón Alto Tribunal, a unas pocas cuadras del lago Titicaca. Allí crecí bajo el cuidado de mi abuelita Isabel (por cierto, mi segundo nombre es en honor a ella) porque mis papás siempre debían viajar para competir fuera de Puno. Eso era parte de lo que significaba ser hija de Wilma Arizapana y Miguel Mamani. Me acostumbré a crecer la mayor parte del tiempo sin ellos. Mi tía y uno de mis primos me hacían compañía. 

Al principio, lloraba. Lloraba mucho. “Mamá, no te vayas. No me gusta estar solita”, le decía. Pero luego pude entender todo ese esfuerzo. Era necesario para traer dinero a casa. “Cuando regrese te compraré tus zapatillas”, me decía ella. “Tengo que poner de mi parte”, intentaba darme ánimos yo misma. A causa de alguna competencia o de algún campamento de entrenamiento, mis papás no podían asistir a las reuniones en el colegio. Era mi tía la que iba a hablar con los profesores, a los concursos o a las actuaciones. Crecí sin ir a fiestas de cumpleaños, quinceañeros, o incluso pijamadas. Pero no me quejo. Siempre me sentí muy orgullosa de mi mamá. En el colegio, podía decirles a todos que era deportista, que representaba al país, que era una campeona. 

Por eso desde que la familia tuvo que despedirla unos días antes en Juliaca, no había hora que yo no le preguntara a mi papá: “¿a qué hora va a correr mi mamá? ¿cuánto falta para verla competir en los Juegos Olímpicos?”. Yo solo sabía que Londres quedaba muy lejos de Puno y que después de mucho esfuerzo mi mamá había logrado clasificar por primera vez para correr una maratón olímpica. Su sueño era el sueño de la familia entera. 

“¿Ya falta poco, papá?”, no me cansaba de preguntarle una y otra vez. “A las cuatro de la mañana se dará la partida, hija. Será de madrugada por el cambio de horario”, me decía para calmarme, pero yo no podía con mis nervios. Me acuerdo que desde las tres de la mañana ya estaba despierta. En ese entonces no teníamos cable para ver la transmisión en vivo y en directo. Nos pasamos un buen rato buscando en la computadora alguna página de internet que transmitiera la maratón. Recién como a las 5 de la mañana mi tía llegó a la casa para avisarnos que en un canal la estaban pasando. Ahí al fin pudimos ver a mi mamá correr sobre el asfalto mojado de Londres y cruzar la meta con su nombre y la bandera de Perú en el pecho. Gritamos eufóricos. Gritamos nuestro orgullo contenido.

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Un año después de eso, con once años ya cumplidos, comprendí que quería seguirle los pasos como atleta. Al principio, probé con otras disciplinas: básquet, vóley, natación, e incluso asistí a una escuela de arte. Por un tiempo, la natación me entretuvo y el olor a pintura me encantaba. Sin embargo, no era algo que me apasionara. Un día, me avisaron para competir en el campeonato regional escolar de atletismo. Me inscribí para correr los 600 metros, pero como mis papás habían viajado para entrenarse en un campamento en Arequipa no tenía quién me llevara. Y finalmente no fui. Al día siguiente me enteré que la mejor marca había sido 1:58, y mi papá me dijo: “Ves. Estaba muy fuerte. Es una muy buena marca”. Pensaba que yo no hubiera podido ser capaz de acabar entre las primeras. Entonces le dije: “Pero yo puedo hacer esa marca. Yo puedo ganar”. “Para eso tienes que entrenar mucho, Sofía”, me dijo mi papá. Algo en mí se encendió con esa frase. Lo asumí como un reto, y desde entonces empecé a correr con mucha decisión.

Al ritmo de los pasos de su madre y con el lago Titicaca a sus espaldas, así empezó Sofía en el mundo del atletismo desde muy niña. IPD

Con ayuda de mis papás preparé un plan de entrenamiento y me tracé objetivos. Poco a poco fui mejorando. Sentía que no podía vivir sin correr un solo día. Aprendí a encontrar paz en cada tranco. Con las zapatillas puestas y con el aire dándome en la cara metalmente me liberaba de todo. Cualquier problema, aún hasta ahora, puede desaparecer mientras corro. Siento que escapo de este mundo. A veces pueden pasar cuarenta minutos, o incluso una hora, y cuando reacciono me digo: “¿en qué momento el tiempo pasó tan rápido?

Por esos años, poco antes de cumplir los trece, mi abuela Isabel falleció. Su muerte me hizo ver el mundo con otros ojos. A pesar de sufrir artritis, artrosis y osteoporosis, dedicó su vida entera a cuidarme. A ser una madre para mí. Ella fue una parte fundacional para que mi mamá lograra convertirse en una atleta profesional y llegar a los Juegos Olímpicos. Cuando murió entendí que no estamos aquí para siempre, que uno debe dejarlo todo en la vida y no arrepentirse de nada. Y todo eso intento volcarlo cada vez que corro.

La disciplina de mis papás fue otra de las lecciones que tuve durante aquellos años. Ambos siempre fueron muy responsables y decididos. Mi mamá, en especial, ha sido siempre muy valiente. Ha aguantado mucha presión en su momento, y la dureza de cada entrenamiento. Eso es algo que hasta el día de hoy, con diecinueve años, me sigue sorprendiendo de nosotros los atletas. ¿Cómo nos puede gustar que los músculos nos ardan hasta el límite? Uno tiene que ser un poco masoquista para eso. Y creo que mi mamá me enseñó a ser valiente para aprender a soportar ese dolor en el cuerpo.

Los entrenamientos que más me gustan son los que me dejan más adolorida. Puede parecer un martirio, pero cuando uno corre encuentra un extraño placer en esa sensación. Para el resto, sin embargo, puede parecer algo insano. Recuerdo que una vez, después de varios kilómetros en pista, mi mamá, mi hermana, yo y una amiga de la familia, bajamos el ritmo ya para terminar la sesión. “Me ha quemado tanto el cuerpo que ahora extraño el dolor”, dijo mi mamá, y mi hermana y yo nos mostramos de acuerdo. La amiga, en cambio, nos miró sorprendida y dijo: “Ustedes están locas. Yo ya no quiero volver a correr tanto”.

Al margen de la anécdota, aprendí a esforzarme al máximo. Sobre todo, porque veía eso en mi mamá al momento de entrenar. Desde que era niña, la veía llegar cansada a casa, y siempre me repetía: “Si quieres lograr algo, tienes que superarte”. Y así fue. Porque en el 2018, luego de mi primer Sudamericano, me di cuenta que mi sueño de ser una atleta profesional estaba cada vez más cerca. Ese año, con 16 cumplidos, fui al campeonato Sudamericano de Menores y quedé cuarta en 1500 metros planos. A fines del 2018, fui campeona nacional escolar en 3000 metros y campeona en 1500. Y al año siguiente logré clasificar al Mundial de Menores. Allí terminé de decirme. Ya no era solo por demostrarles a mis papás que sí era capaz de ser una corredora como ellos. Era sobre todo por mí. 

Lo más difícil aún estaba por llegar. Ingresé a la universidad, a estudiar la carrera de administración, y entonces no me quedó más opción que estudiar y entrenar al mismo tiempo. Como mis clases eran de 8 de la mañana a 1 de la tarde, la única alternativa era levantarme más temprano. Decidí que sería a las cuatro de la mañana. Y a partir de ahí en adelante, mi papá se volvió mi principal acompañante. “Vamos levántate”, le pedía en plena madrugada y aunque podía estar cansado nunca se negó a salir a correr conmigo.

La pandemia, al igual que para el resto de atletas, llegaría para complicar mi preparación. Sin embargo, la constancia pudo más. En julio de este año logré la medalla de oro en 5,000 metros planos en el Campeonato Sudamericano Sub-20 de Atletismo y en septiembre logré batir el récord nacional sub-20 en la misma distancia (16:30:30). Con miras a los Panamericanos de Atletismo Sub-20, decidí reforzar mi preparación. Al final, no se realizaron, pero me terminó sirviendo para llegar fortalecida a los Juegos Panamericanos Junior en Cali-Valle.

El consejo y aliento de Wilma Arizapana, atleta olímpica en Londres 2012, han sido decisivos en la formación de Sofía. ANDINA

Aquí tengo que ser sincera: yo no tenía pensado obtener una medalla. Pero mi mamá me dijo: “Tú puedes hacer algo. Se va a correr en altura (Cali tiene un poco más de mil metros), Vamos a Arequipa para que te prepares”. Y eso hicimos: dejamos Puno y nos preparamos en Arequipa durante dos semanas. Por temor a contagiarme de covid tuve que hacer el entrenamiento solo con mi familia. Todos colaboraron. Desde mi papá, que es mi entrenador, hasta mis hermanitos que hicieron las veces de pacers (marcadores de paso). En sus colegios, los profesores fueron muy comprensivos. Porque mi hermana de quince años, que también corre, a veces demoraba en entregar sus trabajos solo por ayudarme. 

Días antes de la competencia, si no me equivoco, figuraba en el sexto puesto del ranking de los 10.000 metros planos. Mis expectativas estaban centradas en romper el récord nacional Sub-20. “Recuerda que tú solo vas por el récord, hija. Ya si tienes posibilidad de ganar medalla lo vas a ver durante la competencia”, me dijo mi papá. “La medalla no es lo importante. Lo importante es que acabes bien el año con un récord más”, me dijo, y con esa idea me fui a dormir la noche previa a la competencia en el estadio Pascual Guerrero.

En el calentamiento, a minutos de empezar la prueba, estaba muy concentrada. “No te subas de 1:24 en cada vuelta”, me repetía en la cabeza. Cuando se dio la partida, decidí ponerme primera o segunda para que no me dejaran tan atrás. Salí bien. Me posicioné en buen lugar. Pero después de las tres primeras vueltas empecé a arrepentirme. El ritmo al que estábamos yendo era muy rápido. “No voy a aguantar”, me dije. Era la segunda vez que corría una prueba de 10.000 metros en mi vida. La primera vez había sido en el Prix de Guayaquil a inicio del 2021. Y si bien acabé cuarta, no tenía muchas expectativas con aquella carrera. Me había subido de peso debido a la pandemia y recién salía de algunas lesiones. Había decidido correr solo para volver a la competencia. Tenía bastante claro que mis mayores oportunidades estaban en la prueba de 5.000 metros, mi especialidad.

Pero por alguna razón decidí no bajar el ritmo. “No hay forma. Tengo que seguir nomás”, me repetía a cada paso. Recordé que mi papá siempre me decía: “Si lo dejas todo, igual va a ser una gran competencia. No tienes nada que arrepentirte”. Y eso hice. “Lo voy a dejar todo. Hasta donde aguante”, traté de convencerme. Poco importaba si faltaran aún veinte vueltas para acabar la competencia. Mi mente viajó al día que me despedí de mis hermanitos en el aeropuerto de Arequipa. “Las lágrimas de ellos y las mías no van a ser por las puras. Tú tienes que dar lo mejor, Sofía”, me repetía a mí misma. Esa fue mi principal motivación para no despegarme de la mexicana María de Jesús Ruíz.

Pero a falta de cinco kilómetros, unas doce vueltas, me di cuenta que ella empezó a bajar el ritmo. “No puede ser. No puedo ir más despacio. No puedo pasarme de 1:25 por cada vuelta”, me alarmé. Era el momento de tomar una decisión: “¿’Salgo’ o no ‘salgo’?”. Y mientras dudaba en si debía adelantarme o no, ya había pasado una vuelta. Faltaban solo once. Y fue ahí que me dije: “A la de Dios. Si quiere que gane, ganaré; sino ya fue”. Y decidí ‘salir’. Pero faltando tres kilómetros, unas siete vueltas, me empezó a quemar todo el cuerpo. Ya no podía más. La voz de mi mamá empezó a sonar en mi cabeza: “Aguanta el dolor, aguanta, aguanta”. “Tengo que aguantar. Tengo que hacerlo por mis papás, por todo lo que se han esforzado para apoyarme. No puedes decepcionarlos. Tienes que aguantar”, me decía yo misma. Las plantas de los pies me ardían como si caminara sobre brasas ardientes. En cada curva, al doblar, la fricción contra el piso sofocante de Cali me estaba produciendo heridas insoportables. Lo único que podía hacerme tolerar tal dolor era el recuerdo de mis hermanos jalándome durante un control de 3.000 metros que hice en Arequipa justo antes de viajar a Colombia. “Vamos, Sofía, sólo faltan seis vueltas. Vamos, Sofía, solo quedan cinco”. 

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Cuando solo restaban apenas dos vueltas noté que el reloj ya estaba por encima de los 31 minutos. Y me angustié. “Me va a ganar el récord”, pensé. Tuve que aumentar el ritmo más y más, y faltando menos de 100 metros para llegar a la meta sentí que el reloj empezaba a correr más rápido que yo. “¡Noooo! ¡Se va a pasar a 35! ¡Nooooooooo!”, se escuchaba en mi cabeza. Yo solo quería batir el récord nacional de 35:30. Pero estábamos en 34:40 y ya no pude mirar más. Antes de la última recta, dejé de oír los gritos del estadio. Era solo yo, la pista y el reloj. Nada más. Y cuando crucé la meta, por unos segundos, no creía que había ganado. “¡Oro para Perú!”, escuché desde los altoparlantes, pero no podía reaccionar. “¿Qué está pasando?”, me dije. Incluso creí que me faltaba una vuelta más. “¿Ya acabé?”, le pregunté a uno de los jueces. Por suerte, ya todo había terminado y llegó el momento de cubrirme con la bandera. Tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tenía su recompensa. 

A los 19 años, Sofía ya es campeona sudamericana y panamericana Sub 20 en 5000 metros planos. Ahora se coronó en los 10.000 metros de los Panamericanos Junior. PANAM SPORTS

Me subí al podio con la marca de 34:43.80. Después de la premiación la señora Nena Mantilla, de la Federación de Atletismo, me puso en contacto con mi familia. “¡Mamá, papá, lo hice!”, fue lo primero que les dije, y nos pusimos a llorar juntos. Así como nueve años atrás yo había visto a mi mamá cumplir su sueño en una maratón olímpica, ahora mi mamá, también a la distancia, me veía cumplir el mayor logro de mi carrera como atleta. Desde la misma casa del jirón Alto Tribunal en Puno. Primero yo. Ahora ella.

No puedo evitar recordar que cuando era aún pequeña me molestaba que murmuraran que solo por ser hija de Wilma Arizapana ya tenía las carreras ganadas. Lo escuchaba a mis espaldas y yo solo pensaba “Pero si yo entreno para ganar. Nadie me lo regala”. Con los años aprendí a superar esa presión y a darme cuenta que el orgullo era en realidad más fuerte. “Sí, yo soy la hija de Wilma Arizapana”, puedo decir ahora. Y por eso me gustaría llegar, como ella, a una maratón olímpica. Sueño con estar en París 2024 e incluso algún día ganar una medalla en unos Juegos Olímpicos o en un Mundial de Atletismo, pero para eso sé que debo seguir preparándome mucho. Primero, toca pelear por una medalla en los próximos Juegos Panamericanos de Santiago de Chile en 2023. A partir del 2022 empezaré a entrenar con ese objetivo porque además me toca subir a la categoría mayores. Va a ser un año más complicado, con más preparación, más exigencias, y para eso debo seguir mejorando mis propias marcas. La concentración será fundamental.

Lo único que quiero ahora es llegar a Puno y estar en casa con mi familia. Y que me reciban como recibimos a mi mamá hace nueve años cuando llegó de Londres. ~


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  1. NACIDA PARA TRIUNFAR, PERO NO POR LOS APELLIDOS DE SUS PADRES SINO COMO PREMIO AL SACRIFICIO, LA CONSTANCIA Y EL ENTRENAMIENTO. LE AUGURO A SOFIA GRANDES TRIUNFOS PARA NUESTRA PATRIA PORQUE TIENE LA DECISION DE TRIUNFAR QUE ES LA BASE DE TODO SU EXITO. UN ABRAZO Y QUE SIGAN LOS EXITOS SOFIA !!!!!!

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