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Un uruguayo con la piel peruana

¿Cuántos uruguayos que no jugaron al fútbol profesionalmente conservan una camiseta peruana impregnada del sudor de Teófilo Cubillas? El escritor Sebastián Chittadini (Montevideo, 1977) puede contarse entre esos pocos privilegiados. En esta historia que reconstruye, a solo horas del duelo decisivo en el Centenario, se adentra más allá de la anécdota para revelar por qué Uruguay y Perú han forjado una inusitada hermandad binacional.

Esta historia peruana me ocurrió en 1987. Yo apenas tenía diez años. Por aquel entonces, uno de mis sueños era ser futbolista. Me tocó viajar a Buenos Aires para jugar al baby fútbol, como le llamamos aquí al fútbol infantil. Como parte de las cruzadas rioplatenses, una familia porteña me alojó en su casa. Fue apenas una semana, pero aproveché esos días en tierras argentinas para visitar a una prima de mi madre, cantante de tango, que había decidido dejar Uruguay en la década de los setenta en plena dictadura militar.

Cualquiera podría pensar que el Perú no tendría cabida en esta historia. Pero las carambolas de la vida deparan finales inesperados. La hija de mi tía, unos diez años mayor que yo, tenía un novio. Un futbolista brasilero llamado Marcos (ahora recién me doy cuenta que nunca supe su apellido), que había jugado en algunos equipos de su país a nivel estadual, pero que en Buenos Aires no tuvo mayor suerte después de realizar algunas pruebas. En su corta carrera, sin embargo, había tenido la fortuna de cruzarse en un partido benéfico con un peruano llamado Teófilo Cubillas. La camiseta blanquirroja, con la número 10 hecha de cuero y bordada en la espalda, fue el regalo de aquella amistad fugaz que pudo entablar con uno de los mejores jugadores peruanos de todos los tiempos.

—¿Sabes quién es Teófilo Cubillas? —recuerdo que me preguntó Marcos.

—Claro que sí —le dije yo, seguro de mí mismo, con el recuerdo fresco de las viejas revistas El Gráfico que teníamos en mi casa, en Canelones, y de las historias narradas por mi padre sobre aquella selección peruana que siempre lograba incomodarnos como una tenaz piedra en el zapato.

El autor de la nota, Sebastián Chittadini, con la camiseta de Teófilo Cubillas. ARCHIVO PERSONAL.
El autor de la nota, Sebastián Chittadini, con la camiseta de Teófilo Cubillas. ARCHIVO PERSONAL.

Marcos apenas me conocía, pero imagino que se identificó conmigo, con mi infinita pasión por querer ser un futbolista como él. Por eso creo que decidió desprenderse de esa camiseta y obserquiármela como un acto simbólico. Una forma de legarme lo mejor que puede darnos el fútbol: la inspiración para concretar lo que soñamos. Luego de eso habré visto a Marcos dos veces más en mi vida, pero hasta el día de hoy aún conservo esa camiseta como un tesoro de infancia.

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Por supuesto, no era la primera vez que el fútbol peruano se cruzaba en mi vida. Los relatos de mi viejo sobre los equipos peruanos de 1978 y 1982, con una generación de jugadores virtuosos, siempre tenían el mismo tono de admiración. “Pero qué bien jugaba ese Perú”, me decía él. Fue una época en la que la selección incaica pudo asistir a dos mundiales consecutivos, y en la que algunos jugadores, como Teófilo Cubillas, lograron que el fútbol peruano impusiera una tradición de fútbol bien jugado, un estilo muy diferente al que patentó Uruguay, más aguerrido y basado en el temple y el coraje. Desde entonces yo crecí sabiendo que la selección peruana era Teófilo Cubillas, representada en aquella camiseta regalada por un brasileño que nunca dejó de soñar en ser un futbolista como yo también lo soñé.

La 10 de Cubillas la llevé un par de veces en algún fútbol 5 cuando tenía como 15 años. Luego tuve que rendirme ante los kilos de más. Pasó a convertirse definitivamente en una reliquia dentro de mi placard. Pero la sombra del Perú nunca dejó de posarse sobre mí. En las eliminatorias a Francia 1998, apenas unos años después, decidí ver el decisivo partido en Lima junto a un amigo que vivía en Montevideo. Viajé más de una hora desde Canelones para alentar a la Celeste a la distancia. Había mucha ilusión.

Después de faltar al Mundial de Estados Unidos 1994, era una obligación clasificar. Para mala suerte nuestra, nos volvimos a topar con Perú, aquel país que nos dejó fuera de España 82. Esa noche me gasté mis pocos pesos en unos bizcochos para acompañar el mate y ver el partido. Uruguay arrancó ganando con gol de Recoba, pero Perú lograría darle vuelta al marcador con goles del Chorri Palacios y Germán Carty. Al irme, con la pesadumbre de la derrota, llegué al paradero del ómnibus y me di cuenta que no tenía ni un peso en el bolsillo. No me quedó más remedio que empezar a pedir algunas monedas a las personas que esperan igual que yo el colectivo. Fue una noche triste. Una noche difícil de olvidar. Tuve que volver a casa quebrado económicamente. Pero aún peor: quebrado en lo emocional.

Más acá en el tiempo, Uruguay también me dio episodios felices ante Perú. Por ejemplo, aquel partido ganado en Lima con los goles de Suárez por las eliminatorias a Brasil 2014. La rivalidad deportiva siempre ha estado. El choque de estilos contrapuestos atiza el morbo y la tensión. Cada pueblo futbolero, por supuesto, tiene la esperanza de obtener el resultado que le permita la clasificación, como ahora. Eso nos puede llevar incluso a una disputa enconada. Pero cada vez que el rival es Perú es inevitable recordar que los lazos de hermandad entre ambos países nos impiden mirarnos como enemigos. Sin duda alguna el de hoy es un partido crucial para ambos bandos, pero no deja de ser eso: una contienda deportiva con mucho nervio, que, sin embargo, no cambiará el buen vínculo que hemos construido en los últimos años.

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En mi caso, tengo una especial simpatía por Perú. No solo por la camiseta de Cubillas que me acompañó desde la infancia, sino también por el respeto por su estilo de juego. Jugadores como Palacios, el Loco Vargas, Chemo del Solar y Ñol Solano estarán siempre entre los que habría deseado que nacieran con sangre uruguaya. Así como yo, en los últimos años, muchos uruguayos hemos estrechado lazos con nuestros pares peruanos. Puede deberse, quizá, a la creciente rivalidad que tiene Uruguay con Chile, rival histórico y deportivo de Perú. Acaba siendo cierto eso que el enemigo de tu enemigo es tu amigo. La propia gente ha ido alimentando este fenómeno. Desde los dos países.

Por ejemplo, con el apoyo peruano a Cavani tras el incidente con Jara. O con la celebración de los hinchas uruguayos en el Centenario luego de conocerse el pase de Perú al repechaje de las eliminatorias a Rusia 2018 y la eliminación de Chile. Ese fervor del hincha, espoleado por las rivalidades, muchas veces circunstanciales o a veces más arraigadas, ha hecho que en el caso de Perú y Uruguay el vínculo se vea reforzado como resultado de una gratitud mutua. Y para eso las redes sociales y el entorno digital han ayudado muchísimo.

Esta tarde me tocará estar del lado uruguayo, transmitiendo el partido para Uni Radio, por la 107.7 FM, pero será inevitable, pase lo que pase con el resultado, no conmoverme con la hinchada peruana y con esa camiseta que, para mí, ocupa no solo un lugar en mi placard. Sino en mi vida. ~

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