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¿En qué piensa Gladys Tejeda cuando corre?

La fondista que acaba de romper el récord sudamericano de Maratón no habla. No espera. No baila. Más bien medita. Una concentración de ajedrecista para quien dormir o cocinar son extraños pasatiempos. En este perfil publicado en el libro Largo Aliento. Sudores, mitos y héroes del fondismo wanka, el periodista huancaíno Daniel Mitma decidió correr al lado de Gladys Tejeda. Está por sonar el pistoletazo: no la molesten. 

Gladys Tejeda Pucuhuaranga está en el suelo, encogida como un puño.  El dolor celebra sobre su cuerpo y ella le deja por un instante. De rodillas, exhausta, su cabeza descansa en la pista de rekortan canadiense a donde ha llegado luego de correr cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Parecería una mala noticia si no fuera por la euforia que crece a su lado. Un grupo de personas grita: «¡Perú!, ¡Perú!, ¡Perú!» y los canales del continente rodean a la campeona.

Gladys Tejeda despierta del letargo. Se pone de pie con ayuda de algunos asistentes que le alcanzan una toalla y una botella con agua. De pronto, camina, observando a todos lados. La felicidad se acomoda en su rostro. Esto es de verdad, parece decirse. Ha ganado la medalla de oro de los Juegos Panamericanos de Toronto 2015 con dos horas, treinta y tres minutos y tres segundos. 

La escena podría resumir su vida: pobreza, frustración, fracaso, y el grato honor de vencerlos. Posee el nuevo récord en maratón femenino de América. Será una celebridad del Perú en los próximos meses. La gente la esperará en el aeropuerto y se peleará por una foto con ella. Estará en todos los canales. Dará decenas de entrevistas. Las marcas deportivas querrán lucirse en su cuerpo. Su país la pondrá en los altares y en menos de cuatro meses la hundirá cual Titanic. 

La desgracia. A Gladys Tejeda la sentenciarán por doping. Le quitarán la medalla. Las voces que la aclamaban se apagarán y todos dudarán de su palabra. Ella escapará de todo, saltará al carril contrario y acelerará la marcha. Después de Toronto, Gladys Tejeda se apartará del mundo. Creará uno paralelo donde ella decide dónde y cuándo ocurren las cosas importantes. El Mundial de Cross Country en Dinamarca y los Juegos Panamericanos Lima 2019 la tendrán ausente por ahora. 

***

Gladys Tejeda camina por la pista del estadio de Huancayo como si estuviera preocupada. Tiene el rostro serio y la mirada fija de un francotirador. Llegó esta mañana en su camioneta Toyota Rush, color rojo, que le regaló hace poco la marca mundial de autos. Se acerca al asistente del entrenador, Boas Lorupe, un keniata que vive en la sierra del Perú y hace cumplir el plan que le envía desde México su entrenador Rodolfo Gómez. Lo saluda con un apretón de manos y va a cambiarse de ropa a un lado de la pista. Todo lo que hace parece estar programado. Gladys Tejeda parece entrenar hasta cuando se viste. 

Gladys Tejeda durante sus entrenamientos. KATTYA LÁZARO

El estadio luce vacío. En la pista, un grupo de estudiantes de una academia militar realiza pruebas de velocidad. No hace frío. Una rareza en una provincia ubicada a tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Gladys Tejeda empieza a trotar en círculos sobre la pista. Su postura es curva, como si su espalda cargara con una pequeña joroba. De hecho, trabaja desde hace algún tiempo para que ese gesto pueda ser tan perfecto como sus zancadas. 

Según la biomecánica, esa disciplina científica que estudia los movimientos del cuerpo, cada vez que un atleta apoya el pie en el suelo, la planta, el talón, la rodilla y la cadera de la pierna adelantada reciben un impacto muy superior a su peso. El español José Enrique Campillo, experto en medicina deportiva de la Universidad de Granada, cuenta en su libro Razones para correr que los atletas profesionales lo hacen más de ochenta veces por minuto. Si tiramos algunos números, al cabo de una hora serían 4 mil 800 veces. Es inevitable apiadarse un poco de aquellas columnas y caderas. 

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Sigue dando vueltas, Gladys, en este estadio, viejo y deslucido, como todos los de Huancayo. Es el único que posee una pista atlética en condiciones adecuadas. Más adelante, Gladys me dirá que su entrenamiento consiste en correr doscientos kilómetros a la semana, la misma distancia entre su provincia y Lima, la capital del Perú. Pero hoy está a punto de dejarme mal parado. 

—Hola, Gladys. ¿Te acuerdas de mí?

—Sí, pero hoy estoy entrenando, ah. 

La respuesta no ha podido ser más fría. No me ha dado tiempo de decirle que solo quería verla correr. Nos conocimos hace unas semanas en una conferencia de prensa y me trató con cierta gentileza. Debí suponer que era un guion. Esta vez fue sincera. Su reacción le hizo perder apenas un par de segundos. Lo suficiente para un desconocido, lo necesario para no desconcentrarse. 

Es pequeña y delgada como una colegiala, Gladys. El cabello corto con rayitos dorados, el rostro ligeramente largo como una almendra y las cejas amplias como una línea de partida. Sus palabras son breves. Como sentencias que no admiten apelaciones ni repreguntas. Si de marcar ritmos se trata, la fondista sabe cuándo frenar al preguntón o esprintar para dejarlo atrás. Su sonrisa es una advertencia. Un mensaje entre líneas que te dice que algo no anda bien porque normalmente está seria, organizando su tiempo en silencio. 

Aun así, me he quedado a verla.  

Ella continúa con sus vueltas interminables dentro del estadio. Ha pasado una hora y apenas ha descansado. Si Gladys fuera un Australopithecus detrás de su presa, no pararía hasta capturarla por agotamiento. Pero ella tiene otra estrategia: los sorprende. Diseña sus planes para eso. Ahora, mientras entrena, está ausente, ensimismada en su propio ritmo, con los brazos en vaivén, las rodillas altas, el cuerpo recto, el tiempo en marcha. 

¿En qué piensa? ¿Por qué corre? ¿Cuándo se detiene? Hoy no podré resolver esas dudas, pero verla me contagia. Correr ha sido parte de nuestra evolución y tenemos el gen maratónico dentro: los faraones corrían para demostrar que estaban aptos para ejercer su rango; y los griegos, para subir su estatus con las coronas de olivo. Gladys solo corre para ausentarse del mundo por un momento. 

La fondista nacida en Junín acabó novena en la Maratón de Sevilla . ABEL AGUILAR

***

La dueña de la mejor marca en maratón femenino de Latinoamérica nació en su casa, un día de septiembre. Su horóscopo no pudo ser más exacto: tiene al aire como elemento y al equilibrio y la armonía como símbolos. Los astros lo sabían. 

Antes de ella llegaron ocho hermanos así que empezó rezagada. Dice su madre que siempre se escapó de las enfermedades. 

Me encuentro en Junín, una provincia pobre y pequeña donde Simón Bolívar peleó la última batalla que independizó a toda América del Sur en el siglo XIX. Aquí también está el Chinchaycocha, el segundo lago más grande del Perú después del Titicaca. Aquí nos recibe Jorge Tejeda, el hermano mayor de Gladys. Un hombre bajito, de cabello oscuro y raya al costado, trigueño, nariz levemente aguileña, pómulos pronunciados y manos frías.  

—Pasen, pasen. Esta es la casa donde creció Gladys.

Una gigantografía de la atleta decora su sala. Es la foto a su retorno de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012, cuando su fama creció de forma acelerada. Cerca de la ventana hay un pequeño cuadro con una curiosa dedicatoria: «A la mujer maravilla: Gladys Tejeda». Se trata de un acróstico hecho por un colegial:  

El heroico pueblo de Junín Gladys y todo el Perú te aclama

Con tus piernas de oro eres La mujer maravilla del fondismo

Al ritmo de tus pies le ganaste A la etíope Ashele Bekele

Con mucha disciplina tú Dominas mentalmente la distancia 

La primera dama NancY Lange también te felicitó

Los juninos de corazón Somos herederos de los Pumpush

Vuelvo al sillón. Gladys sonríe desde la pared. 

La mesa de centro que tengo por delante se llenará de medallas en breve. Cada uno de esos metales encierra una historia. Una historia feliz colgando de su cuello. 

Junín está a cuatro mil metros sobre el nivel del mar y la casa de la atleta se ubica en el barrio Mariac, a cinco minutos del centro de Junín. Pocas casas, ladridos lejanos, campesinos que pasean su ganado. Junín sabe a silencio. Como Gladys cuando corre. 

Jorge Tejeda es el alcalde de la provincia y aceptó recibirme con mucha amabilidad cuando nos conocimos en Huancayo. Pero ha surgido un imprevisto: debe volar hacia una reunión en un distrito cercano, porque todo un poblado se enfrenta a una minera por el agua de su laguna. Y él, como alcalde, debe defenderlos. Esas cosas de todos los días que en Lima se enteran solo cuando estallan. 

Pero antes, Jorge vuelve a subir a la segunda planta. Allí duerme su madre. El piso es de madera y los ensambles crujen. Parecen gritar con cada paso. Jorge regresa con más medallas de la hermana. México, Holanda, Seúl, Ecuador, Colombia. Todas conquistas. La mesa de centro es ahora una alfombra repleta de cintas de colores, trofeos y peluches. 

Cuando eran pequeños —cuenta— los dos corrían hasta Chacachimpa, una pampa inmensa y helada, a traer el ganado de sus padres. En la sierra los animales son llevados a pastar muy temprano y se recogen antes del anochecer. En esa franja de tiempo, los hermanos solían entretenerse pescando en pequeños riachuelos. Apenas la noche advertía, partían de vuelta a la carrera. La pequeña Gladys, la última del clan Tejeda, siempre ganaba. 

Jorge se queda en silencio por ratos. La memoria juega con su corazón. Representó a su hermana hasta el año pasado, y viajaron juntos a todos lados. Ya no puede. Ahora debe dedicarse a sus asuntos. «Tus decisiones son más fáciles que las mías», le dijo Gladys hace unos días. «Y tiene razón», me confiesa.  

—¿Todavía conservan las primeras zapatillas con las que corrió Gladys?

—Claro. Pero eso está bajo siete llaves. 

Los premios de la atleta están regados por toda la casa: en el cuarto de su madre, de su hermana, en la sala. Sus intenciones no son difíciles de imaginar: desean construir, con el apoyo de alguna empresa privada, el museo Gladys Tejeda. Allí exhibirán esas primeras zapatillas que no veré, sus trofeos, y demás reconocimientos. Por lo pronto, en Junín existe una alameda, frente al colegio principal de la ciudad, que lleva su nombre. Antes se llamaba Simón Bolívar, pero la gesta de la señorita Tejeda le quitó la gloria al libertador venezolano. 

Luego de un rato Jorge nos deja con su madre. Es pequeña como la hija y transita lento como el aire de esta mañana. Está abrigada con un pullo, un atuendo natural de la sierra peruana hecho de lana de oveja, lleva una falda gruesa y un gorro de lana blanco. 

Marcelina tuvo a Gladys Lucy Tejeda Pucuhuaranga a la riesgosa edad de 44 años. La familia apenas se sobreponía a la pobreza cuando la muerte se posó sobre sus hijos. Marcelina perdió a cuatro bebés, como si alguna maldición hubiera infectado su vientre. Meses después llegarían otros cuatro. La última, Gladys, fue su recompensa mayor. 

La extraña, dice.  

Hace unos días le envió un cuy a Huancayo. Un roedor que se sirve con uñas y dientes, y cuya carne gusta mucho en la sierra. Sabe que después de cada entrenamiento la olímpica deberá prepararse el desayuno y descansar. Por eso quiere estar con ella, para atenderla y darle más minutos a su sueño. Marcelina Pucuhuaranga habla de su hija con la nostalgia de una madre que se enfrentó a la muerte y le arrancó un espíritu. Gladys Lucy, la sobreviviente. 

En dos semanas, Marcelina se subirá a un bus destartalado antes de que cante el gallo. Viajará durante cuatro horas con la monotonía de la puna al otro lado de la ventana mientras escucha unos huaynos de desamor. Travesías de una madre que extraña a la última de sus ovejas.  

Después de ciento veinte minutos de entrenamiento diario, Gladys Tejeda duerme. ¿Qué sueña la fondista que nunca está desconcentrada? Difícil saberlo. Pero mientras mantiene los ojos cerrados, su madre la mira y la siente niña como hace tanto. 

Tejada logró el oro en los Juegos Panamericanos. KATTYA LÁZARO

Al igual que el hermano, Marcelina me enseña parte del álbum familiar. En una de las fotos, Gladys luce un traje de los Húsares de Junín, los soldados que pelearon en la batalla independentista, en un evento de su escuela. Tiene 8 años, la chaqueta fuera del pantalón, el quepí azul, botas negras, una pandereta en la mano y un amague de sonrisa como si alguien la hubiese obligado. Las competencias, años después, le enseñarían a sonreír. 

En otra de las postales, Gladys Tejeda posa con uniforme de futbolista al lado de una compañera de la escuela con ese uniforme plomo, clásico de los años noventa. Ella prefirió el fútbol al vóley, los carros a las muñecas, las maratones a las aulas. A los once años corrió su primera competencia en Junín y la ganó. La premiaron con cincuenta soles. Si correr significaba el puente entre la pobreza y la abundancia, ella habría de cruzarlo cuantas veces fuera necesario.

***

Estamos a cero grados en la provincia de Junín. Es el primero de enero de 2019 y hoy juramentará como nuevo alcalde Jorge Tejeda Pucuhuaranga, el hermano. Todavía no he visitado su casa y es la primera vez que hablaré con Gladys Tejeda. Ayer fue la fiesta de Año Nuevo pero el pueblo despertó temprano, y camina en dirección a la plaza donde un parlante emite una cumbia mientras llegan los invitados y las autoridades.  

Durante la campaña electoral, la señorita Tejeda fue liebre de su hermano en una carrera política donde muchos codiciaban la alcaldía. Hoy estarán juntos en la toma de mando. Gladys aceptó que la entrevistara aquí porque tendría más tiempo y habría menos gente. Pero nuestra charla será más rápida que una competencia fartleck, esas donde parece que los atletas no corren sino se escapan. 

—¿Extrañas mucho a tu madre cuando viajas?

—Sí, obviamente. Pero los deportistas de alto nivel tienen que alejarse de su familia. A veces la familia o en la casa no te entienden. 

La disciplina necesita de consignas como estas. Poner a la familia a un lado para no tropezar en la carrera. Entrenar, comer, descansar. Entrenar comer, descansar. Entrenar, comer, descansar. Una invitación que la distraiga de esta rutina siempre será mal recibida.  

Esta mañana, Gladys Tejeda viste un traje elegante, un abrigo rosado y una cartera de cuero del mismo color. Tiene puesto un delineador negro en los ojos y un leve maquillaje en las mejillas. Ha vuelto luego de mucho a Junín. Aquí trabajó como profesora de primaria, y técnica en una fábrica de harina de maca, la raíz más famosa del Perú. Pero de eso hace mucho. Son decenas de maratones que la separan de aquel pasado. Tanto que el clima de Junín se ha vuelto ajeno a su organismo y hoy la altura le incomoda. Pero los sacrificios son un ingrediente más en la dieta psicológica que se aplica.

—¿Cuánto te vas a demorar? Tengo que entrenar—me frena.

El cerebro de un atleta se mueve entre el descanso y la fatiga, propias del ejercicio, así que esta entrevista no tiene sitio en su rutina. Han pasado 20 minutos de preguntas y respuestas breves y ya luce cansada, ansiosa. Quiere irse a casa a ponerse un buzo y correr por los cerros. Hacer cuestas, le llama. Luego descansará, comerá y volverá a correr. Los horarios fueron inventados para los atletas. En un día común, Gladys se levanta a las cinco de la mañana, come algo al vuelo para que su estómago digiera y a las siete ya está en la pista del estadio. Dos horas circulares sobre el rekortán y vuelve a casa, desayuna y duerme. Para relajarse cocina, lee best seller de autoayuda y también piensa en qué hará cuando sus piernas le digan basta. A las 4 de la tarde está repuesta para el siguiente turno. Es su trabajo de todos los días. Y es que cuando Gladys Tejeda fija algo en su mente queda tallado en piedra. Sucedió de pequeña cuando insistió tanto por unos zapatos de fútbol que a su padre no le quedó más remedio que comprárselos. Le había dicho que era un mando de la maestra de la escuela. Nadie se los había pedido, en realidad, pero ella creía que para que su equipo ganara eran necesarios esos chimpunes. 

El tiempo para Gladys Tejeda es otra de sus obsesiones. Y por cómo me mira creo que debo cortar. Mueve las manos, mira hacia otro lado, suelta monosílabos. No lo dice pero desea irse. 

—Gracias, Gladys. No te quito más tiempo. Además, creo que estás incómoda con ese traje. 

—Chao.

Chao. Chao. Me ha dicho chao, y se ha ido sin más. A veces creo que está hecha de metal. Pero solo a veces. Luego recuerdo que también siente dolor. 

El dolor de un fondista es como una cicatriz que se oculta debajo del vestido. Y ella lo conoció de niña. A los 11 años se prestó unas zapatillas de caucho que le dejaron ampollas en los pies. Esa experiencia fue la admonición de lo que vendría. Un idilio masoquista entre el dolor y su mente donde el cuerpo es simple fetichismo deportivo. En 2012, durante el maratón de las Olimpiadas de Londres, sintió una molestia mayor: «Me dio periostitis y la pierna derecha tenía una falla. Es por eso que en el kilómetro 5 me empecé a sentir mal, pero a pesar de eso conservé mi tiempo». 

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A Gladys le detectaron un problema lumbar que hacía que su cadera derecha girara demasiado y perdiera energía en ello. Pero nunca bajó el ritmo mientras cruzaba las calles de la ciudad de Shakespeare. Su entrenador eliminó de ella el significado de dolor. Su mente producía, entonces, más endorfinas de lo normal. Tejeda corría (corre) contra su cuerpo. Desde ese año ha buscado especialistas para que le ayuden. «Todavía puedes correr», la animó Gina Flores, la doctora deportiva del Centro de Alto Rendimiento. Había que corregir tres cosas: la postura, la cadera y una plantilla para el pie cavo. 

Johana Jinés, especialista en osteopatía, fondista y amiga de Tejeda me explica que la mala postura de su tórax hacía que su pelvis trabajara más, generándole un dolor insoportable. «En su caso teníamos un desequilibrio de hipo movilidad en el tórax, y eso provocaba un desequilibrio de híper movilidad en la pelvis. Por eso había dolor». Cuando Gladys se enteró de esto ya no era un simple problema físico sino una preocupación que la desanimaba. Pero insistió. Las malas noticias empezaban. 

***

Gladys Tejeda ha venido al estadio de Huancayo a entrenar y ha aceptado que le haga unas preguntas. Han pasado varias semanas desde nuestro encuentro en Junín y de la charla con su madre y su hermano. 

No ha sido fácil conseguir estos minutos. Cuida su tiempo como a sus piernas. Le escribí, la busqué, llamé una veintena de veces a su hermano. Y nada. Estaba desaparecida. Pero ya estamos aquí. 

Antes de los Juegos Panamericanos Lima 2019 se prepara para el mundial de Cross Country en Dinamarca, en marzo de este año. Su concentración debe ser completa así que, sabiendo el poco tiempo que me dará, he decidido no incomodarla con mis preguntas sino tratar de adentrarme en su mundo. Estoy con un short y polo nada recomendables para entrenar: un polo grueso de algodón y un short que más bien parece un pantalón cortado por la mitad. 

Gladys corre en el primer carril. Ni me mira. Espero que se acerque para sumarme al tercer carril. Mira su reloj. No voltea. Vamos juntos hasta la primera curva. Pero su ritmo me apura. Intento ir detrás sin rezagarme, pero mientras avanzamos siento que va más rápido. Un fondista élite tiene una zancada de metro y medio y la mía no llega ni al metro. Quién me manda a hacer esto. No me doy por vencido e intento terminar la vuelta, pero cuando quiero acelerar ella ya está lejos. En el estadio muchos la reconocen: «mira, es la Gladys Tejeda», «Hola, Gladys», dicen otros. A pesar de permanecer en un continuo estado de abstracción no es indiferente. Levanta la mano y saluda desde otro mundo. Desde una pista mental donde está a punto de cruzar una meta. Ha dado una vuelta en un minuto con quince segundos. Yo apenas he podido seguirla hasta los doscientos metros. 

En Junín, la ciudad de Gladys, su nombre es legendario. KATTYA LÁZARO

Gladys Tejeda ganó la maratón de los Panamericanos en 2015 y la maratón de México en 2017 concentrándose. Lo aprendió de Rodolfo Gómez, su entrenador. Saber cuándo desmarcarse o frenar el trote es toda una filosofía planeada al detalle. Gladys Tejeda corre, pero hace mucho más que eso: lucha una guerra interior donde, como escribió Murakami, lograr el vacío es la meta. Antes llegan a su mente imágenes, recuerdos, voces, gritos, todos invadidos por el dolor. Su cerebro es una película a mil fotogramas por segundo. 

—Cuando estás cerca a la meta, ¿en qué piensas? 

—La ovación que vas a recibir de la gente y la prensa que va a estar ahí. 

El entrenamiento del día ha concluido. No ha sido muy duro. Gladys se pone una casaca negra de la marca de la auspicia, y camina hacia el césped. Tiene los ojos delineados como si llegase de una fiesta. Se acerca a unos niños y les pide que le tomen una fotografía que luego subirá a sus redes sociales. 

En la pista, Gladys transmite una seguridad que intimida. No es la chica que bailó en el programa de televisión nacional de Gisela Valcárcel, una conductora de espectáculos, mostrando nervios hasta por los ojos; no es la atleta que responde el monólogo aprendido sobre su dedicación y amor al deporte. En la pista, Gladys Tejeda es la fondista de 32 años con récord nacional en 10 mil metros (33 minutos con 6 segundos y 99 centésimas), la número quince del mundo, la atleta que me dirá que, a su nivel, los psicólogos ya no son necesarios. 

Luego de ganar la maratón de Ciudad de México, en el 2017, Tejeda comentó, en una entrevista para CNN, que el 60% de su preparación es mental. Solo el 40% lo atribuye a lo físico. 

—Cuando estás en la final de una competencia ya no piensas en nada. Hay momentos que tu mente se hace blanco. Pero hay momentos que sí (piensas). 

Para fortalecerse, Gladys Tejeda busca rutas que la hagan sufrir. No solo corre en pistas. Sube cerros, salta charcos, pisa el barro. 

—Ahí te ves si eres fuerte o si eres débil —dice aleccionándome. 

Esta teoría de la profesora Tejeda le funcionó desde su primera competencia en 2010 hasta la última, y quizá más dolorosa, en los Juegos Olímpicos de Ríos 2016. No detenerse. Superar el dolor. Todo un manual de autoayuda repasado al borde del colapso, en la pista, sin oxígeno y las piernas temblándole. 

—Yo digo: solo un instante voy a sufrir. Es así. No es todo el momento, todo el día. 

La veo con ganas de acabar la entrevista. Otra vez. El estadio parece una feria itinerante:  hoy es la clausura del curso de vacaciones del Instituto Peruano del Deporte. Decenas de niños revolotean con sus trajes deportivos. A Gladys Tejeda le gustan los niños. Fue maestra por un corto tiempo antes de dedicarse al atletismo. Cuando se retire piensa crear una escuela para aquellos que deseen formarse en esta disciplina. 

—¿Alguna vez has pensado qué pasaría si te quedaras sin piernas?

—No. En el deporte hay que tener mucha fe. Llegas a pensar esas cosas, pero es pasajero. Yo creo que es la fe, sobre todo, si te llega una lesión… no sé, ah —piensa, ríe— no me gusta pensar en eso.

Su mente tiene ritmos y presiones suficientes como para perder el tiempo en necedades. Ahora que se va pienso en lo que hará después. Cuando corres al máximo sientes que se te va la vida en cada respiro. Lo supe cuando intenté alcanzarla hoy mientras la miraba escaparse. Pienso en esos momentos extremos de los que habló, esos cuando toca darse por vencido. Y en su fórmula. Un salmo inventado en esta religión de las piernas que cada atleta repite bajo una traducción distinta. 

Su compañera de equipo, Jovana de la Cruz, corre sin importar quién venga detrás. «El momento es aquí y ahora», dice cuando su cuerpo la frena.

Carlos Sangama, el atleta paraolímpico con récord nacional en mil quinientos metros que a veces corre a su lado, «repasa el casete de sus entrenamientos», para darse fuerzas.

Efraín Sotacuro, otro paraolímpico que la saluda todas las mañanas, cuarto en las olimpiadas de Río, se anima a sí mismo cuando no da más: «Tú puedes Efraín, tú eres fuerte, tú eres un campeón».  

Los mejores del mundo hacen lo mismo. El repaso. La obstinación. «La prueba constante de que hay que tener solo una idea y no hacerse preguntas», escribió Martín Caparrós. 

Molly Huddle, la récord norteamericana de los 10 mil metros, se concentra en el atleta de adelante y se prepara para «aceptar lo que su máximo esfuerzo le dará ese día, gane o pierda».

María Inés Mato, la nadadora con Récord Guinness por cruzar el Estrecho de Fehmarn Belt, allá en el mar Báltico, oye voces que la ayudan: «Te saqué las olas, te saqué el viento, te dejé el sol», escuchó el día se su hazaña.  

Los atletas se imponen una realidad inventada. Un asomo de mitomanía usada para la gloria. Correr es una forma de engañar al cuerpo. ~

(*) La versión completa del perfil sobre Gladys Tejeda, así como las otras historias del libro Largo aliento. Sudores, mitos y héros del fondismo wanka (Fondo editorial de la Universidad Continental, 2019) pueden descargarse en el siguiente enlace: https://fondoeditorial.continental.edu.pe/largo-aliento/

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