Veterana en Sanda y Kick Boxing, Roxy Apuela carece de contrincantes a sus curtidos diez años. Nunca se queja por los golpes, ni tiene tiempo para los dibujos animados. En su dieta, no hay espacio para las carnes ni los chupetines. Su padre, un exluchador de Artes Marciales Mixtas, se ha encargado tenazmente en entrenarla hasta convertirla en lo que es hoy: The Little Machine.
No tiene rivales. A tres horas de iniciado el torneo, veinte peleas después, Roxy Apuela —31 kilos, metro treinta, cabello amarrado— no tiene rivales. No es un cliché publicitario. Bueno fuera. Es, más bien, el puchero amargo de alguien que esperó una mañana entera para fajarse en un ring, y ahora debe hallar consuelo en un par de mandarinas.
En la academia Fanyu, en el tercer piso de un edificio angosto al lado del mercado San Diego, una urbanización al norte de Lima, en San Martín de Porres, su padre, un tipo ancho con un sol rojinegro tatuado en el hombro derecho, discute con el organizador. “Lo siento, Carlos, pero ningún niño menor de quince años peleará full-contact a menos que sus maestros lo autoricen”.
Ninguno lo hará. Prefieren que sus muchachos compitan en light contact, una modalidad del kick boxing que se decide por puntos y donde se descalifica al que golpea con toda su fuerza. Una competencia para niños, pero no para Roxy, una veterana de diez años, cinturón blanco en sanda (modo combate de kung-fu), que ganó su primer campeonato a los cuatro años y a la que apodan La Maquinita.
Una ‘maquinita’ para soltar patadas, y devorar, como en estos momentos, porque no le queda de otra, un paquete de frutas.
—¡Papá! ¡Papá!
Carlos Apuela (38) mira el azucarero, y luego su taza, con ojos saltones. Felicitar a la dueña del restaurante por usar sal de maras le ha significado una distracción muy cara: echar una cucharada de azúcar blanca en su anís y convertirlo en ‘veneno’.
—¿No usan rubia? —pregunta, levantando la voz.
—No, pero ahora le traigo —dice la señora, llevándose la taza.
[adinserter block=”3″]“Roxy, ya sabe. El azúcar blanca y la leche son cancerígenos”, dice. “Sí, y la leche no es para las personas sino para los animales”, agrega la pequeña, como recitando un juramento. Desde inicios de 2016 no saborea chupetines ni snacks. Los helados son contados, y solo le está permitido el chocolate de comprobado cacao. Hace diez meses meses, además, no come carne. Solo pescado y huevos, como la tortilla de verduras de este potente desayuno dominguero.
—Es alimentación sana. No la que te vende la publicidad para esclavizarte —asegura.
Apuela es su padre y a la vez el profesor que le exige varias series de lagartijas y abdominales, caminar de rodillas y cuclillas, trotar, abrirse de piernas, y patear sacos y cuerpos, a gran velocidad, durante una hora y media, tres veces por semana, en Nueva Unión Fight Club, la escuela que fundó hace diez años, y donde vivían hasta hace poco.
Allí la ha curtido en el sanda y el kick boxing con técnicas de striking (lucha en pie) y algunas de grappling (lucha en el piso), como palancas al brazo y ‘mata leones’.
Cachorro de las primeras camadas de David ‘Escorpión’ Iberico, el mayor del rabioso clan, Apuela empezó su vida de rodillazos, ganchos y llaves cuando la ‘Perrera’ quedaba en Independencia, y las artes marciales mixtas (MMA) eran reducidas a un solo término: vale todo.
Su apodo, Iván ‘Makiavélico’ es un tributo para Iván, su hermano mayor fallecido hace quince años, y para Túpac Shakur, rapero estadounidense que murió abaleado los 25 años, y cuya ardorosa lectura de ‘El príncipe’ en una temporada en prisión lo llevó a autobautizarse como ‘Makaveli’ (Nicolás Maquiavelo). Roxy también proviene de sus afectos: es un homenaje a un desaparecido night club neoyorquino de los ochenta que le recuerda a sus épocas de bailarín de break dance.
Fuera de la jaula, Apuela es un formador con destacados discípulos en el circuito; dentro de ella, un combatiente con pocas luces. Él asegura que sus enemigos han colgado en Internet sus faenas más amargas para desprestigiarlo. Sea como fuere, colocar su nombre en YouTube es someterse a un duro contraste.
—Gané un interescuelas, pero no pude hacer mucho. No tuve dinero para mis suplementos, y ahora trato de hacer con mis alumnos lo que no pude hacer por mí.
Roxy baila. Menea. Da vueltas. Sonríe.
Detrás de la pantalla, en cambio, se cubre los ojos, entreabriendo una ventanita con sus dedos. “Ya pues, nooo. Papá, te dije que no lo subieras al Facebook y lo subiste”. Es un reclamo cariñoso. Roxy tararea la balada en salsa. Y sonríe como en el video, grabado hace tres años luego de un entrenamiento.
—Esta payasita es mi vida. Sin ella estaría muerto —dice Apuela, remangándose el hombro izquierdo—. ¿Ves? A esto me refiero.
Es el rostro de Roxy con las manos apoyadas en su mentón, y la mirada extraviada. Arriba, rodeándola como un arcoiris: Filipenses 4:13 (Todo lo puedo. Cristo me fortalece). En ella, como tantos padres, deposita su antorcha.
Una tarde de agosto pasado, Apuela regresaba del colegio con su hija en la moto, y un sujeto abrió la puerta de su auto intempestivamente. La punta se hundió en su pierna izquierda, y por poco tritura su tibia. Roxy le cayó encima, haciéndose solo unos raspones, mientras él se desmayó por unos minutos. Cinco puntos por dentro y cinco por fuera.
—Esa vez lloré, pero yo ya no lloro —admite la pequeña, con su voz ronca.
Apuela sonríe mientras martilla una jaba de frutas, en su casa, un minidepartamento, en el tercer piso de un edificio antiguo en San Martín de Porres, donde llevan apenas unas semanas. Cajas amontonadas. Peluches en el suelo. Paredes calatas.
Un hogar amoblado a su manera: piso de pvc, sillas restauradas y muebles reciclados, como la mesa que Apuela pretende armar.
—Somos diferentes. No seguimos al rebaño.
En efecto, en casa de los Apuela los dientes se lavan con bicarbonato —porque “el flúor produce cáncer”—, no hay cable —porque “hasta National Geographic manipula”—, y algunos dibujos están prohibidos —porque “son illuminati, como Peppa Pig”—.
Un ladrido interrumpe los martillazos de Apuela. Comienza tímido, pausado, pero luego se transforma en una ráfaga excesiva y latosa. Una mota blanca babeante los emite. Es Catalina, un cachorro Shih Tzu. El último miembro de la familia, desde que son una familia de dos.
Hace seis años, Apuela se separó de la madre de Roxy, Raquel Vergara, una luchadora de MMA conocida como ‘Mística’. Con la ruptura, también se alejó de Hugo, el primer hijo de Raquel, a quien hizo debutar en la jaula, como Alexander Apuela. Alguna vez fueron cuatro sobre el tatami. Hoy, con Catalina, han vuelto a ser multitud.
Roxy acaba de perder. Por primera vez en cinco años de carrera, el hollín ha alcanzado su invicto. Un invicto más largo que la mitad de su vida. Ha sucedido en un colegio miraflorino frente a decenas de padres que hace solo unos minutos quedaron boquiabiertos, cuando la vieron calentar, golpeando un escudo de dunlopillo llamado pao. Como mandan las buenas costumbres orientales, La Maquinita inclina la cabeza y junta las manos ante su rival, una chica dos años mayor, que la supera por media cabeza, y pesa seis kilos más.
Pero Roxy no tiene tiempo para sentir tristeza. Su padre se dirige hacia el juez y, en un minuto, le hace ver su error: uno de los árbitros votó por uniforme rojo (Roxy) y no azul, como consignó. Pese a los reclamos de la esquina contraria, y en especial el de la madre, retoman el combate a un round.
La campeona sale agresiva a recuperar lo suyo, y la rellena de puñetes en el peto. Su larguirucha contrincante aprovecha su alcance y la patea de costado. Pero Roxy continúa golpeando. Una y otra vez. Es una ‘maquinita’. Las palabras de Miguel Sarria, único campeón mundial peruano de kick boxing en dos divisiones recobran precisión: “en deportes de contacto es normal que haya niñas pequeñas, pero no todas pegan así de fuerte y con tanta técnica como ella”.
Un minuto después, tras una breve consulta del árbitro principal, la mano de Roxy es levantada. Su rival, Naomi Vásquez, de la academia municipal de Carabayllo, me dirá después que “no la pateó mucho porque es más pequeña”. Su madre se excusará con un argumento similar: “Mi hija no es abusiva. Le perdonó la vida”.
A un lado del tatami, la niña salvada por la misericordia come un pequeño plato de arroz con pollo pero sin pollo. La presa será para Catalina. Desde hace tres meses, todas las presas son para ella.
—Ella no puede ser vegetariana. No sabe —dice con inocencia.
La pierna jugosa no será el único premio para la perrita. Si gana su siguiente pelea y, por lo tanto, su segunda medalla del torneo, Roxy le regalará una pechera.
Luego de profesar su admiración por la exluchadora estadounidense Gina Carano y reconocer, con cierta vergüenza, sus ganas de llegar a la UFC, el olimpo de las MMA, ‘La Maquinita’ tiene delante a Diego Chinini, un niño de nueve años y 31 kilos. Sí, un niño. Una rutina nada sorprendente para alguien que ha consolado a un puñado de niñas que lloraron de horror al enterarse que la enfrentarían.
Chinini no llorará. Pero se convertirá en un saco de boxeo. Roxy lo pesará, y lo arrojará del ring, con la facilidad con que se dispara una canica. Será la ganadora indiscutida, incrementará su récord a 36 medallas [NDA: en abril del 2017 alcanzó 42], y recibirá, con justicia, la pechera de Catalina.
Un mes después, Catalina, la Shih Tzu de siete meses, el tercer miembro de la familia, morirá bajo las llantas de un taxista. La pechera se hará polvo. El súbito rodillazo de la vida.
Gracias por tan bonita nota sobre mi hijita.
Esta niña sería una digan rival para Roxy Apuela. https://www.facebook.com/PopSugar/videos/1275705685841379/
Mi admiración para ti mi amigo.. siempre!
Felicitaciones para Roxy, gran campeona y ser humano!
Renzo felicidades!!! Que hermoso proyecto. 🙂
Qué buena nota!!! Qué importante conocer esta historia. Una niña que rompe los prejuicios y con inmensa fortaleza.